Crisis de legitimidad de la política: el divorcio entre ciudadanos y poder

El descontento social crece, la confianza en los partidos se desploma y las instituciones democráticas parecen cada vez más lejanas. El desafío no es menor: o la política se transforma, o la ciudadanía seguirá alejándose de ella

19 de Mayo de 2025
Actualizado el 20 de mayo
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Crisis de legitimidad de la política: el divorcio entre ciudadanos y poder

La legitimidad política atraviesa una crisis profunda. La creciente desafección ciudadana, el desprestigio de los partidos y el surgimiento de liderazgos antipolíticos configuran un escenario donde la democracia representativa parece no dar respuestas. Este fenómeno, global y complejo, pone en jaque la relación entre poder y sociedad.

La política, como herramienta de organización social y resolución de conflictos, vive tiempos convulsos. En numerosos países, tanto democracias veteranas como sistemas políticos más recientes enfrentan un proceso de erosión de la confianza pública. Las instituciones pierden fuerza simbólica, los partidos se vacían de contenido y la ciudadanía se aleja de la arena política con una mezcla de escepticismo, indignación y fatiga. Esta crisis de legitimidad no es una simple disfunción administrativa ni una moda pasajera: es un síntoma profundo de ruptura del contrato social.

Cuando se habla de legitimidad política se hace referencia no solo a la legalidad del poder, sino a su aceptación voluntaria por parte de la población. Es decir, que los ciudadanos perciban que quienes gobiernan tienen autoridad moral y capacidad efectiva para representar los intereses colectivos. En los últimos años, esa percepción ha caído en picado. El voto, aunque sigue siendo el mecanismo central de la democracia, ya no basta para legitimar el poder si este no se traduce en acciones justas, eficaces y transparentes.

La pandemia, la inflación, las crisis migratorias y el cambio climático han puesto a prueba a los gobiernos de todo el mundo. Sin embargo, la respuesta política ha estado lejos de satisfacer las expectativas ciudadanas. En muchos casos, más que soluciones, lo que se ha visto es una profundización de la polarización, un aumento de la retórica vacía y una preocupante desconexión entre los discursos oficiales y la realidad cotidiana de millones de personas.

Cuando las urnas no bastan

En este escenario, los síntomas de la crisis de legitimidad se hacen cada vez más visibles. Las tasas de participación electoral descienden, no por apatía, sino por una creciente convicción de que “da igual quién gane”. Esta percepción genera una ciudadanía que vota por descarte o se abstiene, convencida de que ninguno de los candidatos representa una opción real de cambio. En paralelo, el descrédito hacia los partidos tradicionales abre espacio a figuras “antisistema”, líderes que se presentan como ajenos a la política convencional y prometen romper con todo lo establecido, aunque muchas veces terminan reproduciendo viejas prácticas bajo nuevas formas.

Las calles también se han convertido en un espacio de expresión política directa. Las manifestaciones masivas no son necesariamente organizadas por sindicatos o partidos, sino que nacen de convocatorias espontáneas o digitales. Jóvenes, mujeres, trabajadores precarizados y comunidades marginadas salen a reclamar, no solo contra medidas puntuales, sino contra todo un modelo político que sienten ajeno y excluyente. En muchos casos, estas protestas no solo denuncian la ineficacia del sistema, sino que también buscan formas nuevas de participación, más horizontales y menos burocráticas.

La representación política, tal como está configurada hoy, parece haber quedado desfasada. Los partidos, atrapados en sus propias dinámicas internas, pierden capacidad para interpretar y canalizar las nuevas demandas sociales. Temas cruciales como el feminismo, el cambio climático, la diversidad cultural o la justicia intergeneracional quedan en los márgenes del debate parlamentario, relegados a declaraciones simbólicas sin traducción legislativa real. La política institucional aparece así como un lenguaje viejo para problemas nuevos.

¿Hay salida a la desafección?

Frente a este escenario de desconfianza y hartazgo, cabe preguntarse si es posible reconstruir la legitimidad política. Algunos creen que estamos ante una transformación inevitable de las formas democráticas y que la política del siglo XXI deberá reinventarse desde la base. Otros, más escépticos, temen que este descrédito sea aprovechado por sectores autoritarios, que usen el caos como excusa para restringir libertades y concentrar el poder.

Lo cierto es que la legitimidad no se decreta: se construye. Y para hacerlo es necesario que las instituciones abandonen la autocomplacencia. Los gobiernos deben generar resultados concretos que mejoren la vida de las personas. La transparencia y la rendición de cuentas ya no son opcionales: se han vuelto condiciones mínimas para sostener la autoridad pública. Asimismo, es urgente recuperar la idea de servicio público como vocación y no como carrera. La ciudadanía exige liderazgos éticos, cercanos, que escuchen más de lo que hablan y que sepan reconocer errores sin perder el rumbo.

También se necesita una reforma profunda de la cultura política. Esto implica promover la participación desde edades tempranas, democratizar los espacios de decisión y fomentar una educación cívica crítica, que no se limite a enseñar el funcionamiento de las instituciones, sino que también forme conciencia sobre los derechos y deberes ciudadanos. La democracia no sobrevive solo con instituciones: necesita ciudadanos activos, informados y comprometidos.

En medio del descrédito generalizado, hay también señales esperanzadoras. Experiencias locales de presupuestos participativos, iniciativas ciudadanas, asambleas populares o plataformas digitales de incidencia política muestran que existen otras formas posibles de relación entre poder y ciudadanía. Aunque fragmentarias, estas experiencias demuestran que la política aún tiene sentido cuando se vincula con lo concreto, con lo cotidiano y con la justicia social.

En definitiva, la crisis de legitimidad de la política no es el fin de la democracia, pero sí un llamado urgente a su renovación. O se transforma el modo en que se ejerce el poder, o la desafección continuará creciendo hasta convertirse en rechazo. Si la política no se reconcilia con la ciudadanía, otros ocuparán ese espacio, y no siempre con intenciones democráticas. La historia ya ha mostrado lo que ocurre cuando se menosprecia el descontento social. 

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