Lo tenía fácil Feijóo, esta vez, para articular un discurso eficaz y terminar de darle la puntilla al acorralado Sánchez. Y tampoco. Han sido muchas sesiones de control y debates en los que ha salido escaldado porque el conejo de la chistera sanchista, escurridizo y hábil en la oratoria, se le escapaba vivo entre las manos. Hoy, en una jornada con aires de moción de censura, tenía la ocasión de terminar la faena, de cerrar una página de la historia y atraerse el voto moderado, ese que gana elecciones en este país. Dudamos de que lo haya conseguido. Se ha comportado como un matarife con poca experiencia y mal pulso y ni siquiera ha conseguido inquietar a Sánchez que, aún con crédito de sus socios de Gobierno, sale vivo del hemiciclo cuando todo apuntaba a que saldría arrastrado por las mulillas entre los vítores y gritos del tendido de la derecha con bota y tintorro.
Lo tenía fácil Feijóo para darle la estocada a Sánchez con elegancia y fair play, como corresponde a un verdadero diestro, por seguir con el símil taurino, pero por momentos, en la tribuna de oradores, hemos visto a un espontáneo con mucho ímpetu y poco talento. Dio la sensación de que no hablaba él, sino Abascal, y esa identificación con el fanático ultra y desacomplejado es, entre otros, uno de los motivos por los que no termina de lograr el cosechón de votos que le hace falta para alcanzar la mayoría absoluta. El discurso con lenguaje trumpista y hater que empleó Feijóo contra el tótem socialista ya derribado y mordiendo el polvo (“político destruido”, “indigno”, “descarado”, “fraude”, protagonista de “numeritos” y muñidor de pucherazos) lo podría haber firmado el propio dirigente ultraderechista minutos después.
¿Qué es, por tanto, Núñez Feijóo, un telonero de Vox? Estuvo desafinado, exagerado, sobreactuado y de brocha gorda. Le pudo la bilis y quiso hacer pupa cuando lo que tocaba era eutanasiar al enfermo terminal, dejarlo morir dignamente. No era el momento de darse un festín de sangre, ni de que saliera a relucir el matón destructivo (en plan Trump), sino de ver al estadista que sabe transmitir firmeza con templanza en uno de los momentos más delicados y trascendentales para este país en muchas décadas. Feijóo no supo elegir la pistola adecuada, ni cargar la munición apropiada, y el disparo no le salió certero. Remató al agonizante, sí, pero lo hizo como uno de esos mafiosos chapuceros de Scorsese que terminan perpetrando una carnicería sanguinolenta, salvaje y desagradable. El jefe de la oposición recordó bastante a aquel personaje tarantiniano de Reservoir Dogs encarnado por el fallecido Michael Madsen, el psicópata trajeado que baila al ritmo de Stuck in the Middle with You mientras la rebana la oreja a su víctima con una navaja.
En realidad, bien mirado, el tiro de gracia ya se lo había dado a sí mismo, minutos antes, el presidente del Gobierno al presentar un plan contra la corrupción que sonaba como un hilo musical en una fría sala de espera. Nadie, probablemente ni los más fieles socios de la coalición, escuchó la música con la partitura de las medidas que piensa acometer, ahora, por fin, aleluya, siete años después. Y nadie atendió al plan del presidente sencillamente porque el plan llega tarde y es apenas un cubo de agua en medio de un incendio de sexta generación (el que asola a Ferraz/Moncloa) imposible de extinguir. El plan Sánchez llega tarde, mal y nunca, por mucho que haya sido redactado por la OCDE. ¿Dónde estaba el señor Sánchez cuando el trío calavera Ábalos/Santos/Koldo se llenaba los bolsillos a manos llenas? ¿Por qué no pensó antes en ese plan, porque no cumplió con la responsabilidad in vigilando? ¿Acaso no ha estado gobernando legislatura y media? Por no hablar de que, de las quince medidas adoptadas, incluida la famosa Agencia Anticorrupción, diez han sido exigencias impuestas por Sumar. Hasta en eso ha llegado tarde el jefe del Ejecutivo.
Si Sánchez sale vivo de este trance vital no es por su plan, un papel mojado muy burocrático que no gusta a nadie. Todos los socios le han dado el aval al herido de muerte –un par de meses de regalo en Moncloa–, por pura compasión, por pura pena, por nostalgia y tristeza de lo que pudo ser y no fue. También por miedo a la llegada del nuevo fascismo posmoderno. En ese ambiente de desmoralización y derrota de la izquierda, lo tenía fácil Feijóo en el rol de salvapatrias. Se lo habían puesto en bandeja de plata, a huevo como le ponían las bolas de billar a Fernando VII. Y, sin embargo, otra vez se le ha escapado el conejo. Está claro que el hombre que no fue presidente porque no quiso no llegará al poder por poder de convocatoria o convicción, ni por el cable del PNV o Junts, ni por la ilusión de un pueblo ávido de cambio o por mérito propio. Entrará en Moncloa sobre las cenizas de un PSOE que, una vez más, tal como ocurrió con el felipismo, le ha abierto las puertas con tanto ladrocinio, incompetencia e inmoralidad. Al sanchismo no lo derrota el gallego que cree mandar en el PP, lo derrota el propio sanchismo y un portero de puticlub que le ha salido rana. Y ni las lágrimas honradas de Yolanda Díaz tras la muerte de su padre Suso pueden salvar a la izquierda de un naufragio tan trágico como absurdo.
Lo tenía fácil el gallego, y sin embargo cometió un error de bulto: querer emular a Abascal, con el que mantiene un pulso a muerte por la hegemonía de la derecha española. Por momentos hablaba él mismo; por momentos veíamos al líder ultra transfigurado y echando espumarajos por la boca entre insultos de “indecente, corrupto y traidor”. ¿Se ha percatado el lector de esta columna de que el Caudillo de Bilbao se parece cada día un poco más a un tal Adolf? Ese tic violento, ese movimiento brusco de cabeza de atrás adelante, como escupiendo a la bancada del adversario político, como lanzando dentelladas y queriendo morder al rival cual perro rabioso, se le esté pegando al que llegó de Galicia como moderado y va camino de exaltado, si no lo es ya.
Lo tenía fácil Feijóo para terminar de liquidar al macho alfa del sanchismo. Y tampoco esta vez ha estado a la altura. Puede que haya vencido, pero no ha convencido.