Cuando informar se convierte en dañar: el peligro de cruzar la línea

La delgada frontera entre el derecho a informar y el riesgo de difamar: cómo los medios y las redes sociales pueden destruir reputaciones sin pruebas

18 de Abril de 2025
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Cuando informar se convierte en dañar: el peligro de cruzar la línea

En una sociedad democrática, el derecho a la información es uno de los pilares fundamentales. Nos permite conocer lo que ocurre en nuestro entorno, exigir responsabilidades a quienes ostentan poder y formar una opinión crítica. Sin embargo, cada vez más voces alertan sobre cómo este derecho puede transformarse en un arma de doble filo cuando se usa sin rigor o sin ética, especialmente en un contexto de consumo rápido de noticias y opiniones virales. ¿Dónde termina la información y comienza la difamación? 

Informar no es destruir 

El periodismo, en su esencia, persigue la verdad. Pero en la era digital, esa verdad se diluye entre titulares llamativos, rumores disfrazados de noticias y publicaciones que buscan más el clic que el contexto. En nombre de la libertad de expresión, hay quienes lanzan acusaciones sin pruebas, generalizan hechos particulares o simplemente insinúan con mala intención. 

Informar exige contrastar, verificar y contextualizar. Difamar, en cambio, consiste en lanzar afirmaciones que dañan la reputación de una persona o entidad sin pruebas suficientes. Puede hacerse de forma abierta, pero también con frases ambiguas o medias verdades. Y en muchas ocasiones, lo más grave es que el daño ya está hecho antes de que alguien pueda defenderse. 

El poder de la palabra… y del clic 

Las redes sociales han amplificado este fenómeno. Un tuit puede volverse viral en minutos y destruir una carrera, un proyecto o una vida sin necesidad de una sentencia judicial. Lo que antes requería una portada o una entrevista en prime time, ahora se logra con una publicación sin filtro y sin responsabilidad. 

Los medios de comunicación también se enfrentan a este dilema. La presión por ser los primeros en dar una exclusiva, por ganar audiencia o por posicionarse ideológicamente, puede llevar a decisiones editoriales arriesgadas. Publicar una información incompleta o mal enfocada, sin contrastar o sin dar derecho a réplica, no solo daña la credibilidad del medio, sino también la vida de las personas implicadas. 

La justicia va por detrás 

El problema se agrava cuando los tribunales no pueden reaccionar con la misma velocidad que la opinión pública. Aunque una persona sea absuelta o se demuestre que las acusaciones eran falsas, el daño reputacional ya está hecho. Y rara vez las rectificaciones tienen la misma visibilidad que la noticia original. 

En España, el Código Penal contempla el delito de injurias y calumnias, pero probar la intencionalidad o el daño concreto no siempre es fácil. Además, cuando la difamación viene de anónimos en redes sociales o de medios extranjeros, la situación se complica aún más. 

El caso de la difamación institucional 

No solo los particulares son víctimas. En los últimos años hemos visto cómo instituciones públicas, ONG, empresas o movimientos sociales han sido blanco de campañas de descrédito orquestadas. En algunos casos, se trata de estrategias deliberadas para frenar reformas, deslegitimar adversarios o condicionar el debate público. 

Las llamadas "fake news" no solo mienten, sino que manipulan. A menudo se construyen a partir de hechos reales descontextualizados, o de datos parciales presentados de forma sensacionalista. Así se logra una apariencia de veracidad que engaña incluso a quienes consideran que están bien informados. 

El papel de los medios responsables 

Ante este panorama, los medios de comunicación tienen una responsabilidad aún mayor. No basta con evitar la mentira: hay que evitar también la insinuación malintencionada, la omisión interesada o la manipulación emocional. El periodismo riguroso, aunque menos espectacular, es el que permite construir sociedades más justas. 

Algunos medios ya han adoptado códigos éticos más estrictos y sistemas internos de verificación más sólidos. Otros incluso colaboran con plataformas de verificación de hechos (fact-checking) para corregir en tiempo real errores o desmentir bulos. Pero esto no es suficiente si no se extiende también a la ciudadanía. 

Cada persona que comparte una noticia en redes sociales, que comenta un titular o que difunde un vídeo, se convierte en parte de la cadena de información. Ser crítico no es ser desconfiado por defecto, sino aprender a distinguir entre lo contrastado y lo especulativo, entre lo informado y lo ideológico. 

La alfabetización mediática, es decir, la capacidad para interpretar los mensajes que recibimos a diario, debería enseñarse desde edades tempranas. Saber leer entre líneas, identificar las fuentes y poner en duda lo que suena demasiado escandaloso para ser verdad, es tan importante hoy como saber leer o escribir. 

El coste humano 

Detrás de cada noticia falsa o difamatoria hay personas reales. Profesionales, familias, trabajadores, activistas, artistas… La presión pública, las amenazas, la pérdida de oportunidades laborales o el aislamiento social son consecuencias muy reales que no desaparecen cuando se publica una disculpa. 

Casos recientes han demostrado que basta una fotografía fuera de contexto, un corte de audio manipulado o una frase sacada de una entrevista para incendiar las redes y provocar un linchamiento digital. En muchos de estos casos, quienes participan en la cadena de difusión no conocen los hechos ni sus consecuencias. Solo se suman a una indignación que, en ocasiones, se revela infundada. 

¿Y la libertad de expresión? 

Defender el derecho a la libertad de expresión no implica aceptar la mentira ni la difamación. Informar es un derecho, pero también una responsabilidad. Y esa responsabilidad recae tanto en quienes escriben como en quienes comparten. No todo vale. No todo se justifica en nombre del interés público. 

La libertad de expresión es uno de los bienes más valiosos de una democracia, pero para que funcione, debe ir de la mano de la verdad, del respeto y de la justicia. No se trata de censurar, sino de exigir rigor. De proteger a quienes informan honestamente y denunciar a quienes manipulan para destruir. 

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