La derecha ve dictaduras donde hay urnas

El uso del término “dictadura” como estrategia para deslegitimar gobiernos democráticos y frenar avances sociales

16 de Junio de 2025
Actualizado el 27 de junio
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La derecha ve dictaduras donde hay urnas

En los últimos años, ciertos sectores de la derecha han recurrido sistemáticamente a una narrativa de alarma para deslegitimar a gobiernos progresistas elegidos democráticamente. El término “dictadura”, que en otro tiempo aludía a regímenes de represión, censura y violencia, hoy se lanza con total ligereza para definir cualquier iniciativa que cuestione el statu quo o redistribuya poder. Esta estrategia no solo distorsiona el debate público, sino que pone en riesgo la propia democracia al trivializar los verdaderos autoritarismos.

El concepto de “dictadura” tiene una carga histórica, moral y política enorme. Remite a estados de excepción, suspensión de derechos, persecución política y concentración absoluta de poder. Sin embargo, su uso reciente por parte de líderes y opinadores conservadores responde más a una operación retórica que a una descripción rigurosa de la realidad.

La táctica es simple: cuando un gobierno impulsa reformas fiscales progresivas, regula el mercado, amplía derechos sociales o democratiza el acceso a la justicia, sectores de la derecha responden con acusaciones de autoritarismo. No porque existan prácticas dictatoriales, sino porque se alteran los equilibrios tradicionales del poder. Se trata de una reacción más ideológica que institucional: lo que incomoda no es el modo, sino el fondo de las decisiones políticas.

En este contexto, la palabra “dictadura” se convierte en una trinchera semántica, un término cargado de miedo que pretende cerrar el debate en lugar de abrirlo. El objetivo no es describir una amenaza real, sino generar desconfianza, deslegitimar el voto popular y alimentar un clima de polarización permanente.

Alarmismo selectivo y memoria manipulada

El fenómeno no es exclusivo de un país. En América Latina, Europa y Estados Unidos se repite el mismo patrón: cuando la derecha pierde las elecciones o ve debilitado su control sobre ciertas instituciones, recurre al lenguaje de la emergencia democrática. En España, se ha tildado de “dictatorial” a un gobierno de coalición que ha respetado escrupulosamente la legalidad. En Brasil, el bolsonarismo acusó al Supremo de comportarse como una tiranía cuando frenó los excesos del Ejecutivo. En EE. UU., durante la pandemia, algunas voces republicanas calificaron de “dictador” a Biden por aplicar medidas sanitarias básicas.

El doble rasero es evidente. Mientras se grita “dictadura” contra gobiernos democráticos, se mira con simpatía a regímenes que sí concentran poder, hostigan a periodistas o desmontan contrapoderes, como el de Orbán en Hungría, Bukele en El Salvador o Erdogan en Turquía. El aplauso a esos líderes no se basa en su respeto a las reglas, sino en su afinidad ideológica. Así, la defensa de la democracia se revela como una coartada: lo que realmente se defiende es la hegemonía.

Este alarmismo selectivo también opera sobre la memoria histórica. Equiparar una reforma fiscal o una política sanitaria con una dictadura banaliza décadas de lucha por la libertad y blanquea los horrores de los regímenes que sí silenciaron, encarcelaron y asesinaron a la disidencia. Se entierra la memoria bajo titulares efectistas.

El daño no es solo simbólico. Esta manipulación del lenguaje político produce efectos muy concretos: erosiona la confianza en las instituciones, intoxica el debate público y desarma a la ciudadanía frente a las verdaderas amenazas. Cuando todo es “dictadura”, nada lo es. Y cuando el adversario deja de ser legítimo, la violencia, verbal o política, deja de parecer un exceso y empieza a verse como una reacción legítima.

Además, este tipo de discurso favorece la radicalización, ya que ofrece a sus seguidores una visión paranoica y simplificada del mundo: no hay adversarios, solo enemigos; no hay discrepancias, solo traiciones; no hay políticas, solo complots. El resultado es una ciudadanía más polarizada, menos informada y cada vez más tentada por soluciones autoritarias, aunque vengan disfrazadas de regeneración o sentido común.

Frente a esta deriva, conviene recordar que la democracia no se defiende gritando “dictadura” cada vez que se pierde una votación, sino aceptando que el pluralismo implica alternancia, conflicto y transformación. No todo gobierno que redistribuye el poder amenaza la democracia; muchas veces, la fortalece.

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