La RAE, que no suele mojarse demasiado en asuntos políticos, define la palabra demócrata como “partidario de la democracia”. Desde ese punto de vista, Feijóo se ajustaría al canon, cumpliría con ese requisito mínimo, daría el perfil. No se puede negar que el líder gallego se somete al sistema parlamentario y se ajusta a las reglas de juego. La Constitución la acata, aunque no íntegramente, ya que algunos artículos como el deber de renovar los cargos del Poder Judicial se los pasa claramente por el forro. Ahora bien, si evitamos quedarnos en la semántica y en la epidermis léxica para profundizar en el personaje, analizando su ideología real y su psique, llegaremos a la conclusión de que Alberto Núñez Feijóo no es lo que históricamente se ha conocido como un auténtico demócrata. Pero entremos en el tema y veremos como esta tesis es tan cierta como que el domingo hay elecciones generales en España.
Para empezar, un demócrata de pedigrí jamás permite que le cuestionen o pongan en duda su condición de amante de la libertad y cuando alguien le afea sus posibles tics fascistas (el fascismo es lo opuesto a la democracia), salta como un resorte, se indigna, se rebela, protesta y se defiende con uñas y dientes. Feijóo no. No habrán visto ustedes al presidente del Partido Popular revolviéndose cuando le echan en cara que no condene, claramente y sin ambages, el golpe de Estado del 36 y los cuarenta años de dictadura. Al contrario, lo asume con naturalidad. No solo no repudia el franquismo, sino que cada vez que le preguntan por la memoria histórica viene a sugerir que ese asunto es poco menos que una tontería que le importa cero, saca el manido tópico de que no conviene reabrir viejas heridas (lo mismo que decía Franco) y concluye que la Guerra Civil fue una “pelea de abuelos”. Ningún demócrata de verdad se comporta así. Basta ver, no sin cierta envidia, cómo sus colegas del Partido Popular europeo sí censuran duramente a Hitler y Mussolini e incluso colocan cordones sanitarios contra la extrema derecha.
Otro aspecto que pone en seria duda el gen demócrata del hombre que aspira a dirigir los destinos de la nación es el estómago fácil y el escaso remordimiento que demuestra cuando le toca pactar con un partido xenófobo, machista, homófobo y nostálgico como es Vox. Ahí emerge el Feijóo más contradictorio, el tipo capaz de marcar distancias con Abascal en un mitin o acto público y al cuarto de hora levantar un teléfono para poner en su sitio a María Guardiola, su baronesa extremeña, y ordenarle que coaligue con la extrema derecha. De esa ambigüedad calculada, casi un desdoblamiento de personalidad, no puede más que deducirse que Feijóo es un demócrata dudoso, un transformista que mantiene un doble discurso político y moral, un oportunista sin una cultura democrática pura mamada desde la niñez.
Pero hay más argumentos a favor de la impostura de un hombre a quien Yolanda Díaz ha definido como un “mentiroso compulsivo”. Su timidez o pereza a la hora de ponerse indubitadamente al lado de quienes defienden los derechos humanos. De pronto le afloran vergonzosos tics machirulos, como cuando echa un cable a un diputado de Vox valenciano condenado por maltratar a su pareja y lo disculpa diciendo que el hombre tuvo “un mal divorcio”. O le asaltan ramalazos homófobos, como cuando mira para otro lado y se pliega a que ayuntamientos gobernados por el PP y Vox arríen la bandera arcoíris. O no pone en su sitio a Abascal cada vez que a este le entra la fiebre racista y arremete contra los menas e inmigrantes, a los que, en su delirio, acusa de ser los culpables de la “sustitución étnica” de blancos por africanos en toda Europa. Ahí tendría que salir el demócrata Feijóo, el activista por los derechos cívicos Feijóo, el auténtico defensor del Estado de derecho Feijóo. Sin embargo, cuando toca arremangarse, dar un paso al frente y plantar la auténtica batalla ideológica contra el fascismo que vuelve, él se pone de perfil, pasa de puntillas, escurre el bulto o guarda un ominoso silencio. Cri, cri, cri.
Ayer mismo, su socio Abascal, quizá para celebrar el 18 de julio, día del Alzamiento Nacional, lanzó una gravísima amenaza al país al advertir que “no tiene ninguna duda de que si Vox gobierna con el PP volverán las tensiones a Cataluña y se darán situaciones incluso peores que en 2017”. ¿Qué quería decir con “situaciones incluso peores”? ¿La movilización del Ejército en Barcelona, el toque de queda, el retorno a una especie de segunda guerra civil? Fue una insinuación gravísima y mientras el dirigente ultra se permitía infundir el terror entre la población española Feijóo callaba cual tumba, como siempre. Nos hubiese gustado saber qué opina el posible presidente del Gobierno de que su más que probable vicepresidente sueñe con retornar a los momentos más oscuros y sangrientos de nuestra historia. No hubiese estado de más una explicación sobre cómo piensa afrontar el problema catalán, si desinflamando como ha hecho Sánchez o inflamando y metiendo tanques en las Ramblas, como propone su cómplice de bifachitos. Pero no la hubo.
Hay muchas más pruebas de que nos encontramos ante un demócrata de salón o de boquilla. Un largo listado de indicios en los que no vamos a entrar ahora porque esta columna se convertiría en algo interminable. Baste con recordar cómo le brotan las maneras autoritarias cuando una periodista valiente como Silvia Intxaurrondo le lanza las preguntas que hay que hacer; o cómo se abraza al viejo manual goebelsiano (pasado por el filtro trumpista) que hace de la mentira una técnica política útil; o cómo propaga sin pudor infundios y bulos sobre pucherazo en el voto por correo, dañando gravemente las instituciones democráticas. No, señor mío. Usted no es un demócrata de pura raza. Usted es un lobo con piel de cordero.