Ahora que acaba de morir el director de cine Jim Abrahams –la ‘A’ del genial trío de los ZAZ Productions junto a los hermanos Zucker, todos ellos autores de algunas de las comedias que marcaron una época y a varias generaciones–, caemos en la cuenta de que la política española se ha convertido en una parodia tan hilarante como sombría. Al igual que la factoría ZAZ de Abrahams/Zucker nos dejó clasicazos del humor absurdo, películas que rompieron mandíbulas y cajas torácicas a golpe de risa allá por los añorados ochenta, la actualidad española se ha convertido en un plató delirante con personajes atrabiliarios y patéticos haciendo de las suyas.
Ahí tenemos al juez Peinado, que bien podría ser uno de los extras de Aterriza como puedas, uno de los que, en esa escena antológica, terminan haciendo cola y abofeteando a una mujer en pánico, para tratar de calmarle la histeria, cuando el avión está a punto de estrellarse (la azotada sería Begoña Gómez, a la que el magistrado le quiere sacar hasta la confesión de la primera comunión a base de sopapos en forma de autos y diligencias). O también a Aldama, el empresario que presume de ser agente del FBI y la CIA cuando en realidad se parece más al incompetente teniente Frank Drebin, interpretado por el gran Leslie Nielsen en Agárralo como puedas (cómo olvidar ese mítico gag final en el que el inefable detective saluda a su compañero en silla de ruedas Nordberg –O.J.Simpson–, dándole una palmadita en la espalda con tanta fuerza que termina despeñándolo, escaleras abajo, por un estadio de fútbol). O, cómo no, al novio de Ayuso, el presunto delincuente fiscal elevado a los altares de la honestidad por obra y gracia de su enamorada (y del maquiavélico asesor MAR), que bien podría encajar, como uno más, en ese variopinto y enloquecido comando de la resistencia francesa de Top Secret formado por Ohlalá, Cruasán, Suflé, Canapé y Cafeolé, todos ellos en lucha contra la Alemania comunista (en este caso contra el sanchismo bolivariano).
Cualquier disparate surrealista cabe en la vida política de este país, como que un juez dé credibilidad a la querella de un sindicato pseudonazi, que un empresario confeso y convicto de soborno sea tratado con los honores de héroe nacional o que un muchacho que se pasaba las declaraciones de Hacienda por el forro termine saliendo por la puerta grande de la plaza, o sea del juzgado, como un gran triunfador tras haber consumado la faena del siglo (mientras al fiscal general del Estado, que le ha investigado las trapacerías, se le da el descabello mediático y judicial antes de sacarlo a rastras con las mulillas).
Uno quiere ver en Juan Lobato a ese joven expiloto de combate desentrenado y con paranoias de Aterriza como puedas que se ve obligado a ponerse a los mandos de un Boing de la Trans American tras quedar el comandante y su copiloto indispuestos y fuera de juego por la comida contaminada del cáterin (el avión, obviamente, es el PSOE de Madrid en caída libre y en picado que Lobato no ha sabido pilotar).
Al igual que en las comedias de los ZAZ el humor se convierte en una especie de carrusel o gran montaña rusa sin freno ni control donde el espectador tiene que saltar en marcha del vagón para no morirse de la risa, España se ha convertido en un extraño vodevil, una sátira, parodia, cabaret o comedia slaptstick en la que un puñado de fachas toman el Senado como escenario de una cumbre antiabortista con permiso del PP –como si se tratara de un bar repleto de cuñados acodados en la barra–, hasta transformar la reunión en un aquelarre ultra con apología del odio a la izquierda, elogio de la teoría creacionista, negación de la eutanasia y loas a Hitler. La escena que vivimos ayer en la Cámara Alta –incluida la ponente ugandesa Lucy Akello, partidaria de dar pena de muerte a los homosexuales–, resultó una experiencia lisérgica, estupefaciente, y supera cualquier guion delirante que hubiese podido salir de la imaginación calenturienta de Jim Abrahams y los Zucker.
La extrema derecha ya ha conseguido lo que quería: convertir la democracia en un film paródico donde el público ríe y ríe sin parar de algo bobo, sin sentido y descacharrante, sin reparar en que lo que está viendo no es precisamente una película, sino la cruda realidad. Hemos llegado a ese momento trágico en que la distopía y el mundo real se entremezclan sin que sepamos distinguir muy bien qué es farsa y qué es tragedia, como si nos hubiese invadido un mal sueño del que no podemos despertar. El fascismo posmoderno, con la inestimable colaboración del Partido Popular, ha transformado algo digno y noble como la política en una pantomima, en una mascarada o bufonada donde un señor con traje y corbata de aspecto distinguido como Mayor Oreja sale al escenario para contarnos el cuento de Adán y Eva, el Edén, la manzana y la serpiente, mientras niega la teoría científica del evolucionismo y a Charles Darwin. Lo que pasó ayer fue que asistimos, mudos y estupefactos, con la mandíbula desencajada, a la muerte de la democracia liberal en una ceremonia de la confusión y el mundo al revés donde el único objetivo era que el ciudadano rompiera definitivamente con el sistema parlamentario por hastío, repugnancia y hartazgo. En menos de medio siglo hemos pasado del show de Nielsen y la gamberra troupe de los ZAZ, plena de humor brillante, saludable e inteligente, al show de Santi Abascal con su panda de alborotadores, esta vez algo más zafios, groseros y caóticos. Una pandilla de machirulos, rancios y cipotudos sin ninguna gracia que en lugar de una carcajada saludable producen en el espectador una mueca de espanto, tristeza y miedo.