A las mujeres en política se las examina con severidad, se las exige más que a los hombres y se las sanciona cuando piensan por sí mismas. Aunque el acceso a los espacios de poder ha mejorado, persisten mecanismos sutiles y eficaces de exclusión que se activan, sobre todo, cuando una mujer ejerce autonomía. Entre ellos, el más invisible y el más eficaz: el lenguaje.
En política, las palabras no son neutrales. El lenguaje moldea percepciones, legitima jerarquías, refuerza roles de género e incide directamente en la construcción simbólica del poder. Y desde esa gramática desigual, las mujeres siguen siendo tratadas, en demasiadas ocasiones, como excepción, como anomalía o como amenaza.
El uso de determinados adjetivos aparentemente neutros, pero cargados de intención, es revelador: pasional, con carácter, con criterio. Expresiones que en boca de un comentarista, un compañero de partido o incluso un periodista, funcionan como una advertencia velada: cuidado con esta mujer, que se sale del guion, que incomoda, que no acepta órdenes sin pensar. Lo que se presenta como una descripción objetiva es, en realidad, un juicio de valor que coloca a la mujer en entredicho, como si su legitimidad estuviera siempre por demostrar.
Lo que en un hombre se reconoce como virtud, en una mujer se convierte en defecto. Él tiene carácter, ella es conflictiva. Él es vehemente, ella es emocional. Él piensa por sí mismo, ella es insumisa. La vara de medir no es la misma, y las consecuencias no son inocuas ya que definen quién asciende, quién es escuchado, quién es tenido en cuenta en la toma de decisiones.
Este doble rasero se vuelve aún más grave si consideramos que las mujeres representan más de la mitad de la ciudadanía. Es decir, la política sigue reservando el poder simbólico y efectivo a una parte de la población, mientras ignora, corrige o infantiliza a la otra. No se trata solo de justicia, sino de legitimidad democrática.
Las listas paritarias ya forman parte de la normalidad política, y eso es un logro indiscutible. Pero la igualdad formal en la representación no ha dado lugar a una igualdad real en el poder. Muchas mujeres están presentes en los espacios institucionales, pero siguen teniendo escasa o nula capacidad de decisión efectiva. Se las incluye en la foto, pero no en la estrategia. Se las convoca al acto, pero no siempre a la deliberación. Están, pero no gobiernan. Participan, pero no deciden.
Salvo honrosas excepciones, y las hay, por supuesto, la regla sigue siendo que el poder real continúa concentrado en estructuras profundamente masculinizadas, donde la autonomía femenina se tolera solo si no desestabiliza los equilibrios internos. Reconocer estas excepciones no invalida la denuncia, más bien la confirma. Porque aquellas mujeres que han conseguido traspasar esa barrera no lo han hecho sin resistencias, ni sin pagar un precio más alto que el de sus compañeros varones.
No basta con que las mujeres estén en las listas o presidan mesas; es necesario que puedan ejercer plenamente su autoridad, sin ser constantemente evaluadas desde prejuicios sobre su forma de hablar, de decidir o de disentir. La política no puede seguir funcionando como un espacio donde se tolera la presencia femenina siempre que no desborde lo previsto. La consecuencia de esta lógica es clara: se permite a las mujeres estar, pero no transformar. Y esa presencia condicionada es, en sí misma, una forma de exclusión.
Existe un tipo de liderazgo femenino que incomoda especialmente, el que no se rinde ante la obediencia ciega, el que se guía por principios, el que ejerce el poder desde la convicción y no desde el cálculo. Son muchas las mujeres que, en todos los niveles de la política, han demostrado una valentía serena pero firme para alzar la voz, incluso dentro de sus propias organizaciones, cuando las decisiones no responden al interés general, o cuando chocan frontalmente con los valores que deberían regir la acción pública.
Y es precisamente ahí donde el castigo simbólico se activa con más fuerza. Porque la obediencia sigue siendo una moneda valiosa en política, y cuando una mujer se aparta de ella, el coste es mayor que para cualquier varón. Los hombres que discrepan son respetados como libres; las mujeres que lo hacen son leídas como traidoras, desleales o difíciles de manejar.
El resultado es que muchas mujeres se ven obligadas a elegir entre dos alternativas injustas: o adaptarse a una disciplina política pensada para otro perfil de liderazgo, o asumir el precio de mantenerse fieles a su criterio, a costa de ser desplazadas o marginadas. La obediencia forzada anula el pensamiento propio, y esa mutilación del criterio perjudica no solo a las mujeres: empobrece en si misma a la política.
Las mujeres no están en la política como concesión ni como adorno, están para ejercer poder con responsabilidad, con perspectiva y con una lucidez que no debe pedir permiso. Y, sin embargo, en muchos espacios, pensar sigue siendo un acto casi subversivo si lo hace una mujer. Una mujer que habla con firmeza, que cuestiona desde la razón, que defiende posiciones con coherencia, sigue despertando más temor que respeto.
No es anecdótico y revela que el poder político se siente más seguro cuando las mujeres son previsibles, disciplinadas y agradecidas. Pero las mujeres que llegan a la política no deben gratitud, sino justicia. No están para asentir, sino para decidir. Y no hay nada más incómodo para un sistema acostumbrado a la lealtad acrítica que una mujer que, sencillamente, no se calla.
Las mujeres no ecesitan pedir permiso para pensar. No acatan sin reflexión. No suavizan su discurso para encajar en un molde que no han elegido. Y eso, lejos de ser un problema, es una oportunidad para mejorar el debate político, para recuperar la credibilidad institucional y para acercar la política a la ciudadanía real.
No hay democracia plena sin criterio femenino libre
Las mujeres han aportado a la política algo más que presencia, han traído rigor, mirada ética, conciencia de lo colectivo y sensibilidad por lo invisible. Han cuestionado inercias, han denunciado desigualdades, han puesto sobre la mesa los límites de un sistema que aún se resiste a soltar sus viejas costumbres.
Pero para que esa aportación sea plena, debe ir acompañada de respeto. Respeto no solo a su voz, sino a su libertad. A su juicio. A su derecho a disentir. De lo contrario, la igualdad se convierte en fachada. La política necesita con urgencia más pensamiento crítico y menos servilismo estratégico. Necesita desacuerdo razonado, reflexión libre, criterio fundado. Y en esa reconstrucción del espacio público, las mujeres no son una pieza más, son el motor imprescindible de una democracia avanzada.
Por eso hay que decirlo sin rodeos: la política debe dejar de penalizar la autonomía de las mujeres. Debe asumir, de una vez por todas, que la firmeza, el criterio y la coherencia no son atributos masculinos, sino virtudes humanas. Y que las mujeres no tienen que parecerse a nadie para tener autoridad, ya la tienen.
Porque sin ellas, sin su coraje, sin su independencia, sin su mirada crítica y sin su pensamiento libre, la política no solo pierde calidad, también pierde legitimidad. Y cuando eso ocurre, quien pierde no es solo una parte. Perdemos todas. Perdemos todos.