¿Va a tirar José Luis Ábalos de la manta? Esa es la gran pregunta que se hace todo el mundo a esta hora. El exministro tiene que comparecer ante el Tribunal Supremo para responder por la trama Koldo, un oscuro caso de cobro de comisiones en la compraventa de mascarillas durante la pandemia. “Desmontaré a la UCO y a Aldama [el empresario que se ha autoinculpado de sobornar a altos cargos del PSOE]; voy a desmentirlo todo”, asegura el que fuera mano derecha de Pedro Sánchez antes de su decisiva comparecencia ante el juez del 12 de diciembre.
Habrá que ver lo que Ábalos desmiente y lo que no, porque la UCO lo tiene todo atado, hasta el último céntimo que se movió por los pasillos de su Ministerio de Transportes, convertido en el sindicato de camioneros, en el zoco o mercadillo por donde pululaban, como Pedro por su casa, contratistas, conseguidores, comisionistas, zascandiles y butroneros de todo pelaje y condición. Pero entre tanto, lo único cierto es que en Ferraz hay inquietud, inquietud y nerviosismo, además de cierto canguelo, ya que un hombre que llegó a ser el socialista más poderoso del país, como secretario general de Organización, lo sabía todo sobre el partido. En el PSOE no se movía un solo papel sin que antes lo supiese Ábalos. Y el propio Sánchez le consultaba hasta si tenía que coger el paraguas antes de salir de Moncloa. De modo que, si cae el número 2, cae también el 1. Es de primero de ley de la gravedad.
El todopoderoso exministro se encuentra ante un abismo o precipicio, ante una situación desesperada, pero parece que la cosa no va con él, y trata de proyectar la imagen de una persona tranquila en paz consigo misma. Incluso se permite bromear con la trama en la que se ha visto envuelto; con su amistad con el siniestro Koldo; con sus contactos con Aldama (el misterioso espía de la cloaca); con el pisito de la querida, a la que todos en la banda conocían como Jésica veinte minutos; con los sobres sospechosos y con Soluciones de Gestión, la empresa tapadera a la que le llovían las contrataciones como un maná caído del cielo. Cualquier hombre en su lugar se sentiría apabullado por semejante aluvión de acusaciones, metiéndose debajo de la cama y deprimido, sin querer ver a nadie. Sin embargo, él no. Él sigue presentándose como un desenfadado bon vivant o flâneur, un paseante que va de acá para allá, como si nada, por los platós, salones y tertulias de Villa y Corte. Mientras tanto, el mundo se desploma a su alrededor.
El flâneur del siglo XIX andaba por la calle con una mano en el bolsillo y la otra en el bastón, silbando, altiva la chistera, indolente el porte, con ese triste aire de dandi venido a menos. El flâneur era un explorador urbano y este señor Ábalos tiene mucho de aventurero, de audaz, de elegante desahuciado que vive al día. De gastrónomo que come con los ojos, que decía Balzac.
Fue el gran Walter Benjamin quien, estudiando la poesía de Baudelaire, le hizo todo un análisis radiográfico al flâneur, el gran protagonista arquetípico de aquel mundo a caballo entre dos siglos a punto de convulsionar. Ábalos tiene mucho de ese personaje finisecular que transita por la vida como si el terremoto no fuese con él. Los ultras tomando el Senado, el PSOE reventando por los cuatro costados con el cante de Aldama, Francia invadida por los nazis, como en Casablanca, todo se derrumba en torno a él, pero el exministro sigue paseando como si tal cosa, ufano, inalterable, parsimonioso, convencido de que saldrá airoso de todo porque sigue amparado por una especie de halo protector.
Uno de los rasgos característicos del flâneur es que ya no trabaja en nada, está a sus cosas, y le gusta perder el tiempo. Eso es lo que hace Ábalos de una temporada a esta parte. Va al Congreso, se sienta en el Grupo Mixto (donde lo han aparcado como un leproso), lee la prensa del día (mayormente las noticias de Tribunales, en las que suele aparecer él), escucha las aburridas ponencias de los diputados sin decir nada y, cuando mira el reloj, ya casi es la hora de irse al mesón. Cocido madrileño, café, copa, puro (algo de siesta si encarta), y luego a la tertulia vespertina con los confidentes de la prensa amiga. Todo ello pagado, claro está, por el contribuyente/votante, que es un primo.
A menudo se ha definido al flâneur como un producto de la alienación y la neurosis de la ciudad capitalista contemporánea, pero qué va. Ábalos no está alienado, sus pulsaciones jamás pasan de sesenta porque nada le afecta. Impresiona la pachorra con la que este hombre, símbolo de la política en tiempos de posmodernidad decadente, se toma que los agentes de la UCO se le hayan metido hasta la cocina. Sobrecoge ver cómo sigue ahí, aferrado al escaño como una lapa, en la tele de Risto tan tranquilo, chiste aquí, chiste allá, sangre fría, ajustándose el nudo de la corbata y ofreciendo ese talante de tipo por encima del bien y del mal que no tiene nada que ocultar ni que perder. “Como diría Rajoy, todo es mentira salvo alguna cosa”, se ha permitido soltar, con retranca, antes de subir las escaleras del patíbulo, del Supremo, de la historia. Cualquier mortal en su lugar estaría de abogados todo el día, histérico perdido, rebuscando en el mar de papeles de Soluciones de Gestión, calculadora en mano y sacando cuentas de los años de cárcel que le van a caer. Buscando confesor, sopesando si quedarse en España o darse el piro a Laos, como un nuevo Luis Roldán de la vida. No es su caso. Ábalos lo lleva todo con una calma, una elegancia y un estilo que asustan. Ese personaje, el del flâneur amante del buen vivir que se ha creado, le queda que ni pintado. Y que le quiten lo bailao.