La izquierda a la izquierda de la socialdemocracia ha sido muchas veces más eficaz denunciando que gobernando. En su empeño por marcar distancia y preservar la pureza ideológica, ha acabado facilitando la llegada de gobiernos que revierten las conquistas que dice defender. En España, Francia, Italia y Alemania la división progresista ha sido uno de los grandes activos de la derecha en Europa.
Las democracias europeas han sido escenario de una tensión constante entre las fuerzas de izquierda alternativa y las formaciones socialdemócratas tradicionales. Aunque comparten muchas veces objetivos comunes en materia de justicia social y redistribución, las divergencias estratégicas y simbólicas han generado, con frecuencia, escenarios de fractura que debilitan al conjunto del bloque progresista. En este contexto, la falta de cooperación, la competencia interna y el sectarismo han abierto la puerta al ascenso de la derecha, e incluso de la extrema derecha, en países clave de Europa occidental.
El precio de la división
El caso de España es particularmente ilustrativo. En 1996, tras varios años de gobierno socialista, la estrategia de Izquierda Unida centrada en la confrontación con el PSOE contribuyó a una derrota que llevó al Partido Popular de José María Aznar al poder. Años después, en 2016, el desacuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias impidió la formación de un gobierno progresista, provocando una repetición electoral que reforzó a la derecha y dio entrada parlamentaria a la extrema derecha. Lejos de priorizar una estrategia conjunta frente al adversario común, las fuerzas a la izquierda del PSOE adoptaron posturas de bloqueo y exigencia que pusieron en riesgo avances históricos.
En Francia, la situación ha sido similar aunque con particularidades del sistema presidencialista. En 2002, la fragmentación del voto de izquierda impidió que el socialista Lionel Jospin accediera a la segunda vuelta presidencial, permitiendo que Jean-Marie Le Pen disputara la presidencia frente a Jacques Chirac. Esta tendencia se repitió en 2017 y 2022, cuando Jean-Luc Mélenchon, a pesar de un importante apoyo popular, no pudo superar la barrera electoral por falta de unidad con otras formaciones progresistas. La constante dificultad de la izquierda para alcanzar la segunda vuelta revela una incapacidad estratégica grave en un contexto de avance de la ultraderecha.
Italia representa un caso extremo de descomposición progresista. Desde la disolución del Partido Comunista Italiano, las fuerzas a la izquierda del espectro han sido incapaces de articular un proyecto unitario. El resultado ha sido un ciclo de alternancia dominado por Silvio Berlusconi primero, y Giorgia Meloni después. La fragmentación, las escisiones permanentes y una cultura de sospecha mutua han dejado a la izquierda italiana sin capacidad de oposición real. La consecuencia ha sido la consolidación de una derecha autoritaria que ocupa el espacio dejado por la parálisis progresista.
En Alemania, aunque con más institucionalización, el panorama tampoco ha estado libre de estas tensiones. Die Linke, la formación a la izquierda del SPD, ha oscilado entre la voluntad de gobernar y una postura de protesta permanente. En varias ocasiones, una alianza entre SPD, Verdes y Die Linke habría sumado mayoría suficiente para formar un gobierno, pero las reservas ideológicas y la falta de confianza recíproca frustraron esas posibilidades. Mientras tanto, la extrema derecha de AfD ha crecido de manera preocupante en regiones del este del país, aprovechando el vacío dejado por la falta de una oposición coherente y popular.
Fragmentación, simbolismo y parálisis
Más allá de los contextos nacionales, existen patrones comunes que explican este fenómeno. En primer lugar, los sistemas electorales con umbrales mínimos y mecanismos como la Ley D’Hondt penalizan la fragmentación, haciendo que los votos de la izquierda alternativa se traduzcan en menor representación. En segundo lugar, la cultura política de buena parte de la izquierda más crítica prioriza la denuncia del orden establecido frente a la participación en gobiernos imperfectos, pero posibles. Finalmente, la competencia simbólica por el liderazgo moral de la izquierda impide con frecuencia la construcción de proyectos comunes.
El resultado de estas actitudes es paradójico: partidos que se proclaman defensores de los derechos sociales y las conquistas democráticas terminan, por acción u omisión, facilitando gobiernos que erosionan esos mismos derechos. El rechazo a negociar, a ceder, a integrar coaliciones, se convierte en un lujo que el bloque progresista no puede permitirse en un momento de auge de fuerzas autoritarias, nacionalistas y excluyentes.
La izquierda alternativa debe afrontar una disyuntiva fundamental: mantenerse en la pureza testimonial o asumir el reto de la eficacia política. La historia reciente muestra que sin unidad, pragmatismo y sentido de responsabilidad histórica, el precio a pagar es la consolidación de gobiernos que revierten derechos y retroceden en conquistas sociales. La transformación solo es posible desde el gobierno, y este requiere alianzas, compromisos y una visión estratégica compartida.