Decir que “no me creo nada” puede sonar a escepticismo lúcido. Pero si se abandona por completo la confianza en el periodismo, lo que queda es ruido, manipulación y la ley del más fuerte. La crítica no debe volverse ceguera.
Vivimos en un momento paradójico: nunca antes habíamos tenido acceso a tanta información, a tantas fuentes, a tantos datos para intentar comprender el mundo… y, sin embargo, una parte creciente de la sociedad ha dejado de confiar en quienes se dedican profesionalmente a informarla. Frases como "todos los medios mienten" se han convertido en eslóganes cotidianos, repetidos en redes sociales, foros digitales y conversaciones privadas, donde la desconfianza se comparte, se refuerza y se extiende.
Esta desafección no es un fenómeno anecdótico. Es un síntoma profundo de la crisis de confianza institucional, de una saturación de contenidos que no siempre ayudan a entender y, sobre todo, del auge de un relativismo extremo que cuestiona incluso la posibilidad de que algo sea objetivamente cierto. Ya no se discute tanto sobre qué es verdad, sino sobre si acaso existe algo que lo sea. Y en ese terreno, resbaladizo y emocional, es fácil que triunfe una forma de escepticismo total: “todo está manipulado”, “todos los medios obedecen a intereses”, “mejor no creerse nada”.
Este tipo de actitud, aunque comprensible, es también profundamente peligrosa. No solo por caer en una generalización injusta, sino porque borra la diferencia fundamental entre hechos, opiniones e interpretaciones. Al hacerlo, no solo nos volvemos más desconfiados, sino también más desorientados. Y en ese vacío, ganan otros.
Desconfiar de todo no nos hace más libres, sino más manejables
Es legítimo cuestionar a los medios. De hecho, es necesario. Exigir rigor, pluralidad, responsabilidad y transparencia es un derecho democrático. Pero afirmar que todos mienten, que todos manipulan por igual, es no querer distinguir. Y cuando se renuncia a distinguir, se renuncia a pensar. Porque si nada es creíble, todo es igual de irrelevante. Y si todo es irrelevante, cualquiera puede imponer su versión.
¿Quién se beneficia de ese clima de sospecha permanente? Desde luego, no la ciudadanía. Ganan, por ejemplo, los poderes políticos y económicos que prefieren operar sin el incómodo escrutinio público. Si nadie cree en la prensa, nadie investiga, nadie denuncia, nadie exige rendición de cuentas. El silencio informativo no incomoda al poder: lo protege.
También ganan quienes alimentan la desinformación. Los creadores de bulos, los gurús del vídeo viral, los que venden teorías de la conspiración disfrazadas de “verdades ocultas”. Esos actores prosperan cuando los medios pierden legitimidad, porque ocupan el espacio dejado por la prensa desacreditada. Pero a diferencia del periodismo, no responden ante ningún código ético, ni rectifican, ni se hacen responsables. Solo buscan mantener cautiva a una audiencia fiel, indignada y crédula.
Y en tercer lugar, ganan las grandes plataformas digitales, cuyo negocio se basa en la polarización. Sus algoritmos no promueven contenidos veraces, sino los que generan más clics, reacciones o conflicto. Por eso, cuanto más dudamos de los medios y más confiamos en el vídeo que “nadie quiere que veas”, más crecen ellas, y más pierden los hechos contrastados.
No todo es mentira: los hechos siguen existiendo
Conviene recordarlo con claridad: no todo es mentira. No todos los medios manipulan. No todo lo que circula es falso. Siguen existiendo datos objetivos, hechos contrastables, periodismo riguroso y profesionales que hacen su trabajo con ética, en condiciones cada vez más difíciles: "Dato mata relato".
Decir que “todo está comprado” o “ya no se puede creer en nada” no es pensamiento crítico: es pereza disfrazada de lucidez. Porque el verdadero pensamiento crítico implica esfuerzo: contrastar fuentes, leer con atención, distinguir entre información y opinión, y asumir que, a veces, los hechos contradicen nuestras creencias.
Cuando se informa que una ley ha sido aprobada con cierta votación, eso no es una interpretación: es un dato verificable. Cuando un organismo científico publica cifras sobre cambio climático, eso no es ideología: es resultado de una medición técnica. El mundo está lleno de hechos, y aunque puedan ser interpretados desde distintas perspectivas, no desaparecen solo porque el entorno esté polarizado.
Es cierto que los medios cometen errores, que hay líneas editoriales discutibles, que existen sesgos. Pero nada de eso justifica tirar por la borda el valor del periodismo en su conjunto. Lo importante no es creer sin cuestionar, sino aprender a discriminar entre medios serios y fuentes dudosas, entre lo contrastado y lo emocionalmente manipulador.
Porque cuando decimos que todos los medios mienten, en el fondo estamos bajando los brazos. Estamos renunciando a buscar la verdad, a informarnos mejor, a construir una conversación pública basada en hechos. Lo que queda entonces no es una sociedad más libre, sino más ruidosa, más volátil, más vulnerable. Y ahí, el que tiene más poder, más dinero o más altavoz, impone su relato. Confiar en los hechos no es ingenuidad: es una necesidad democrática. Sin verdad compartida, solo queda ruido. Y en el ruido, no gana quien tiene razón. Gana quien grita más fuerte.