La decadencia del debate parlamentario

La degradación del discurso político en la derecha española contrasta con el nivel intelectual, ético y oratorio de generaciones pasadas. Lo que antes fue espacio de altura, hoy roza la estridencia tabernaria.

11 de Julio de 2025
Actualizado a las 14:18h
Guardar
La decadencia del debate parlamentario

Lo que fue un espacio de altura intelectual y política se ha degradado en manos de una derecha sin pudor ni rigor. La comparación con el nivel de hace cuatro décadas provoca más vergüenza que nostalgia.

El Parlamento español, antaño foro de oratoria brillante y confrontación ideológica con sentido de Estado, se ha convertido en muchos momentos en un espectáculo estridente, vaciado de contenido y marcado por la crispación. Una parte significativa de la derecha parlamentaria ha dejado atrás el debate de ideas para abrazar el ruido, el insulto y la desinformación como herramientas políticas.

De la palabra al grito

Hace apenas cuarenta años, el hemiciclo era habitado por figuras con diferencias irreconciliables, sí, pero unidas por el respeto al adversario y una comprensión compartida de la importancia del momento democrático. Fraga, Guerra, Suárez, González o Roca, cada uno desde su trinchera ideológica,  intervenían con formación, argumentación y un manejo de la palabra que hoy escasea. No se trataba solo de retórica: se trataba de responsabilidad, de saber que el Parlamento no era un plató, sino una institución clave para la salud de la democracia.

En cambio, buena parte de la derecha actual ha renunciado a esa tradición. En su lugar, ofrece una retórica bronca, efectista, repleta de exageraciones, medias verdades y ataques personales. El objetivo no es convencer, sino movilizar; no argumentar, sino agitar. El Congreso se utiliza como caja de resonancia para alimentar el enfrentamiento, en una lógica más cercana al "tuit viral" que al discurso parlamentario. El respeto institucional ha dado paso a la teatralización permanente, y la palabra ha sido sustituida por la consigna.

Esta involución no es casual. Forma parte de una estrategia que bebe del manual de la derecha reaccionaria global: polarizar, degradar el espacio común, convertir la discrepancia política en batalla cultural. Es una forma de hacer política sin proyecto, donde la crítica no construye, sino que destruye. Donde el desprecio a los hechos y a la inteligencia del votante se disfraza de autenticidad.

Democracia vaciada

Lo preocupante no es únicamente el tono, sino la vaciedad del contenido. La derecha española ha optado por una oposición basada en la exageración emocional y la deslegitimación constante del adversario. Se banaliza la palabra "dictadura", se utiliza el término "traición" con ligereza, se acusa de forma sistemática sin pruebas. Todo se convierte en una causa mayor, una afrenta inaceptable, una batalla existencial. La política deja de ser un instrumento de construcción colectiva para convertirse en una escenificación permanente del agravio.

Este clima empobrece el debate y dificulta los acuerdos. Y no solo eso: erosiona la confianza en las instituciones. Cuando los representantes públicos usan el Parlamento como campo de batalla simbólica y personal, el ciudadano se distancia, descree, se cansa. El "todos son iguales" encuentra caldo de cultivo en ese ruido constante que sustituye a la discusión de fondo.

No se trata aquí de caer en una nostalgia idealizada. La Transición y las primeras décadas de la democracia tampoco estuvieron exentas de crispación o desigualdades. Pero sí había una conciencia clara del valor de la palabra, del peso del argumento, de la necesidad de mantener ciertas formas que protegían el fondo. Hoy esa conciencia ha desaparecido en amplios sectores de la derecha. La intervención medida ha sido sustituida por el exabrupto, y el parlamentarismo por el postureo.

Urge recuperar un mínimo de altura política. No por cortesía, sino por salud democrática. Las instituciones se degradan cuando se utilizan como escenarios de campaña permanente. La democracia se resiente cuando el discurso se reduce a gritos y descalificaciones. Y aunque el deterioro afecta a todo el ecosistema político, hay sectores que parecen haberlo convertido en estrategia principal, sin mostrar intención alguna de revertir la tendencia.

Es responsabilidad de todos, medios, ciudadanía, actores políticos, exigir otro nivel. No basta con indignarse ante el último exabrupto o el penúltimo bulo: hace falta reclamar un espacio público más adulto, más sereno, más útil. Porque sin palabra pública de calidad, la democracia pierde su sustancia. Y sin sustancia, solo queda el ruido. O peor aún: el vacío.

Lo + leído