La política española ha virado hacia una confrontación permanente. Una parte de la derecha ha adoptado el lenguaje de la ultraderecha y lo ha legitimado desde las instituciones, generando un clima tóxico donde se alimenta el resentimiento y se debilita la democracia.
En los últimos años, la derecha española ha sustituido el debate por el enfrentamiento, y la política por el alarmismo. Lo que en otros países europeos sería considerado una peligrosa deriva populista o autoritaria, aquí se ha convertido en parte del discurso institucional, normalizado desde parlamentos, medios y gobiernos autonómicos. La frontera entre conservadurismo y extremismo se ha difuminado, y el resultado es un deterioro alarmante de la convivencia democrática.
El Partido Popular, lejos de marcar distancia con la ultraderecha, ha asumido gran parte de su retórica. Vox, por su parte, no ha hecho sino empujar los márgenes del discurso público hacia territorios donde la nostalgia autoritaria y la exclusión social se presentan como sentido común. No se trata ya de ideas políticas enfrentadas, sino de un marco emocional basado en el miedo, el odio y la sospecha permanente.
Una retórica de asedio
España, según este relato, está siempre al borde del colapso. No por sus desigualdades, su precariedad estructural o sus problemas ecológicos, sino por la existencia de enemigos internos: feministas, migrantes, independentistas, ecologistas, sindicalistas, profesores, periodistas. Cualquier diferencia se convierte en amenaza. Cualquier disidencia, en traición.
El léxico de esta derecha no busca matizar ni comprender. Busca agitar: “adoctrinamiento”, “dictadura progre”, “liberticidas”, “invasión migratoria”, “traidores a España”. Este lenguaje, reiterado en mítines, tertulias, redes sociales y campañas, no construye un proyecto común, sino que fractura el espacio cívico.
Y lo más grave: lo que antes era tabú, hoy se pronuncia desde el atril. Se banaliza el franquismo, se glorifica la mano dura, se ridiculizan los derechos conquistados por las mujeres, se criminaliza la diversidad sexual. En muchas comunidades autónomas, estos discursos ya no son marginales: gobiernan.
Esta deriva no es casual ni inconsciente. Es una estrategia calculada de polarización. No se trata solo de ganar elecciones, sino de transformar el terreno simbólico de la política: que los ciudadanos perciban el pluralismo como una amenaza, y el autoritarismo como orden. En ese marco, la democracia deja de ser un sistema de reglas compartidas para convertirse en una guerra cultural permanente.
El Partido Popular ha dejado de ejercer de dique institucional. Pacta con Vox, adopta su vocabulario, evita condenar sus excesos y se suma a su visión binaria de la realidad. La moderación se ha convertido en una etiqueta vacía. La derecha ha dejado de ser alternativa para convertirse en eco.
España arrastra, además, una relación sin resolver con su pasado autoritario. A diferencia de otros países que enfrentaron sus heridas con procesos de memoria, aquí se optó por el silencio y la equidistancia. Esa impunidad simbólica ha permitido que el franquismo siga operando como imaginario cultural en ciertos sectores. Lo que ahora vemos no es tanto un “resurgir” como una reaparición sin complejos.
El resultado está ante nuestros ojos. Aumento de delitos de odio. Censura en bibliotecas. Acoso a periodistas. Retroceso en derechos civiles. Climas sociales envenenados. El precio de esta deriva no es abstracto: es la erosión diaria de la democracia y del respeto mutuo. No se trata de alarmismo, sino de claridad política. La derecha española no solo está dejando de contener el extremismo: lo está blanqueando, amplificando y aplicando. Y cuando lo excepcional se convierte en rutina, lo que se erosiona no es solo el presente, sino también el futuro de una ciudadanía libre e igual.