Los discursos y actos de hostigamiento hacia representantes electos y partidos legítimos se han vuelto frecuentes. Sin embargo, más allá de la contienda ideológica, el núcleo del problema es de naturaleza ética: la democracia se resiente no solo por lo que se piensa, sino por lo que se tolera.
En un escenario donde las diferencias políticas han dejado de ser espacios de diálogo para convertirse en trincheras de hostilidad, el verdadero desafío no es ideológico, sino ético. La advertencia es clara: cuando una sociedad tolera —o incluso justifica— el acoso hacia representantes democráticamente electos, está aceptando la degradación de los principios que sostienen la convivencia pluralista.
Hoy, la banalización de la violencia política, verbal, simbólica o física, se infiltra en el debate público con una peligrosa normalidad. Los insultos en redes sociales, los escraches, las amenazas veladas y la presión social organizada contra determinadas opciones políticas no solo socavan la libertad de representación, sino que refuerzan una narrativa de exclusión incompatible con el espíritu democrático.
La ética cede ante la impunidad
No se trata únicamente de que existan diferencias políticas, sino de que estas se gestionen en un marco de respeto, legalidad y reconocimiento mutuo. Cuando ese marco se rompe, y las instituciones no reaccionan con firmeza ante los ataques a sus representantes, se envía un mensaje devastador, que no es otro que en nombre de una supuesta superioridad moral, todo vale.
Este tipo de permisividad erosiona lentamente los cimientos de la democracia liberal, que no se define solo por el sufragio, sino por el imperio de la ley, la protección de las minorías y el respeto a las reglas del juego democrático. Sin estos principios éticos, la democracia corre el riesgo de convertirse en un mero ritual formal, vulnerable al populismo, al autoritarismo y a la violencia disfrazada de indignación popular.
Sin lugar para la disidencia respetuosa
Uno de los peligros más insidiosos de esta deriva ética es la deslegitimación del adversario político. Se pasa de criticar sus ideas a negar su derecho a existir políticamente. Este fenómeno, reforzado por cámaras de eco mediáticas y redes sociales polarizadas, crea un ambiente donde la coexistencia se vuelve inviable.
Frente a esta situación, el llamamiento no es a la neutralidad ideológica, sino al rearme ético del debate público. Es imprescindible restablecer una línea clara entre la crítica legítima y el acoso, entre la libertad de expresión y el linchamiento mediático, entre la protesta y la coacción. Solo así será posible garantizar que la política siga siendo un espacio de encuentro y no de exterminio simbólico entre visiones distintas de la sociedad.
La democracia no se defiende únicamente con votos o leyes. Se sostiene, sobre todo, con convicciones éticas compartidas que deben ser protegidas con la misma vehemencia con que se defienden las propias ideas. Porque cuando el respeto a las reglas del juego desaparece, la política deja de ser un instrumento civilizado para convertirse en un campo de disputa sin principios donde solo rige la ley del más fuerte.