Entre la convicción y la conveniencia en política

La deslealtad en política no siempre nace de la traición personal, sino de dinámicas de poder que marginan a quienes ya no son útiles

08 de Junio de 2025
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Entre la convicción y la conveniencia en política

La política no castiga tanto el error como la traición. Y, sin embargo, pocas trayectorias se construyen sin quiebres, giros o renuncias a antiguas lealtades. Cuando un sistema deja de ofrecer espacio, voz o sentido de pertenencia, la fidelidad puede transformarse en un lastre, y la ruptura ,aunque impopular, en una necesidad. ¿Es siempre condenable quien se aparta? ¿Qué hay detrás de quienes, después de años de militancia o lealtad, deciden marcharse, criticar o desafiar a su propio espacio? La deslealtad, lejos de ser un capricho moral, puede convertirse en una forma de coherencia política.

Pocas palabras despiertan tanto rechazo moral como “traición”, y sin embargo, pocas decisiones son tan frecuentes donde se disputa el poder. En política, en los negocios y en la vida pública, la deslealtad no siempre nace de la debilidad de carácter, sino del cálculo. ¿Qué sucede cuando ser fiel deja de ser útil? ¿Es la deslealtad una falta ética o una respuesta lúcida frente a sistemas marcados por la competencia, la ambigüedad y la transformación constante?

En los entornos donde se juega el poder ,partidos, gabinetes, empresas, sindicatos o medios de comunicaciónla lealtad tiene una naturaleza condicional. Se premia mientras es útil, pero rara vez se respeta como un fin en sí mismo. Cuando deja de aportar influencia o encajar en los nuevos equilibrios de fuerza, quien fue leal es muchas veces empujado a los márgenes. En esos casos, la deslealtad no surge de la traición gratuita, sino del resentimiento por haber sido, en la jerga interna, “amortizado”.

En la política partidista, esta figura es habitual, militantes con años de servicio, dirigentes intermedios que construyeron estructura o asumieron obediencia, son desplazados cuando ya no representan una ventaja electoral o cuando incomodan en el nuevo relato. A muchos se los invita amablemente al silencio. A otros, ni siquiera eso.

No sorprende, entonces, que surjan reacciones. Algunos callan. Otros se rebelan. Y algunos rompen con el partido, lo critican desde fuera o se reinventan en nuevas plataformas. En estos casos, la deslealtad no es una traición impulsiva, sino una respuesta estratégica frente a la lógica desechable del poder.

La narrativa oficial no tarda en construir enemigos: se acusa a quienes rompen de “traidores”, “resentidos” u “oportunistas”. Pero muchas veces, es la estructura misma la que primero los expulsó o invisibilizó. La paradoja es constante: quien fue empujado fuera es luego acusado por irse.

Entre la coherencia y la condena

El juicio sobre la deslealtad tiende a ser inmediato y moralizante: quien traiciona merece reproche. Pero esa lectura rara vez considera el contexto, las exclusiones internas, o la corrupción que puede esconder una estructura leal solo en apariencia. ¿Es más ética la fidelidad a un liderazgo vacío que la ruptura desde una convicción? ¿Qué valor tiene la lealtad cuando exige encubrimiento, silencio o complicidad?

En no pocos casos, la deslealtad es una forma de afirmación personal y política. Especialmente cuando se convierte en el modo de romper con un sistema que ya no representa al sujeto que antes lo defendía. No es raro que grandes disidentes hayan sido primero leales, hasta que su lealtad se volvió incompatible con la verdad.

Desde la ética, no toda fidelidad es virtud, ni toda traición es falta. Hay deslealtades que son, en realidad, actos de responsabilidad, de ruptura con la obediencia ciega o con el cinismo estructural. Cuando romper un vínculo es lo único coherente con los valores que una vez justificaron esa alianza, la deslealtad puede convertirse en una forma de lealtad superior: hacia uno mismo, hacia la coherencia o hacia el bien común.

Una estrategia que marca para siempre

Incluso cuando está justificada, la deslealtad deja huella. En los juegos del poder, el traidor ,aunque tenga razón, difícilmente volverá a ser recibido sin sospecha. Puede ganar visibilidad o libertad, pero pierde el escudo simbólico del aparato. Ya no pertenece del todo a ningún lado.

Al mismo tiempo, la fidelidad tampoco garantiza memoria, respeto ni gratitud. Hay trayectorias impecables que se pierden en el olvido, nombres fieles que nunca serán reivindicados. Por eso, la decisión de romper no es simple cálculo, es también un acto de identidad.

Entre la convicción y la conveniencia se juega mucho más que una maniobra, se juega el relato personal, la ética, el legado. A veces es más cómodo permanecer. A veces es más honesto marcharse. Cada ruptura tiene su historia. Cada historia, su contexto. Cada decisión, su precio.

 

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