España es el país con más aforados de Europa. ¿Qué quiere decir esto? Que también en este asunto nuestra joven democracia va por detrás desde que decidió respetar los privilegios del poder, de tal manera que hoy por hoy no se puede juzgar a los miembros del Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la misma manera que establecen los procedimientos y normas aplicables a los ciudadanos de a pie. Según la Constitución de 1978 y los respectivos Estatutos de Autonomía, son aforados, entre otros, el presidente del Gobierno, los ministros y diputados, los senadores, los jueces y fiscales, los magistrados del Tribunal Constitucional y del Tribunal de Cuentas, los vocales del Consejo General del Poder Judicial, los miembros del Consejo de Estado de España, el Defensor del Pueblo nacional y los respectivos regionales, y los miembros de los gobiernos y parlamentos autonómicos. Por supuesto, en ese paquete de blindados se incluye también al rey, que no está sujeto a responsabilidad civil ni penal, por lo que no puede ser juzgado por ningún tribunal.
Entre inmunidades e inviolabilidades hemos degradado la calidad de la democracia, no ya porque todas estas personas gozan de un estatus privilegiado, sino porque se rompe el principio de igualdad de todos los españoles ante la ley. Si a un español cualquiera lo cazan en un fraude fiscal de 4 millones de euros, como ha ocurrido con Juan Carlos I, lo más probable es que no pase un solo día sin que dé con sus huesos en la cárcel. Sin embargo, el político goza de la inmunidad que le da el aforamiento y entre suplicatorios, recursos y revisiones de sentencia pueden pasar años hasta que la Justicia dicta sentencia, ya sea condenatoria o absolutoria.
La Justicia lenta no es Justicia, pero en este país nos hemos acostumbrado a enjuiciar casos del Jurásico, tal como se está viendo estos días con el escándalo de los papeles de Bárcenas, un sumario que estalló en enero de 2013 y que ocho años después aún no ha sido resuelto. Con semejante desidia y retraso en la celebración del juicio no extraña que, en la actualidad, a la mayoría de los españoles este inmenso asunto de corrupción le interese exactamente nada. Otro buen ejemplo de lentitud que beneficia al poderoso sería la puesta en libertad del excomisario Villarejo, que estos días ha salido de la cárcel de Estremera por una causa difícilmente asumible en un Estadio de derecho moderno y avanzado: que la Audiencia Nacional no ha encontrado cinco días libres en su apretada agenda de juicios para sentarlo en el banquillo de los acusados.
El ciudadano medio hace tiempo que no entiende el cambalache de la Justicia. O mejor dicho, empieza a entender que todo sigue atado y bien atado para que al robagallinas le caiga todo el peso de la ley mientras que a los delincuentes de guante blanco, políticos y poderosos se les juzga una década después, con suerte, y a veces ni eso, ya que muchos se van de rositas gracias a prescripciones, indultos y errores de forma. Las disfunciones de nuestro sistema judicial son preocupantes, una cuestión de la máxima urgencia cuya reforma debería ser abordada cuanto antes (cuarenta años después de promulgarse la Constitución ya ha habido tiempo de hacerlo) pero curiosamente a ningún partido político parece inquietarle este asunto. Ni siquiera Podemos, que hizo bandera de la abolición de los aforamientos en anteriores campañas electorales parece tener demasiada prisa en acometer las modificaciones legales pertinentes. Quizá los procedimientos judiciales que tiene abiertos aconsejen ir con cautela a la hora de corregir los abusos. "Reformaremos la Constitución para limitar los aforamientos políticos, limitándolos al ejercicio de la función por parte del cargo público", rezaba el acuerdo de coalición del PSOE y Unidas Podemos firmado hace un año. Todo ha quedado en papel mojado.
La justificación que da nuestro ordenamiento jurídico a los aforamientos no deja de ser cuanto menos curiosa. Por un lado, los padres de la Constitución creyeron que protegiendo a cargos públicos y parlamentarios, así como a jueces y fiscales, frente a las demandas de otros, se garantizaba el buen funcionamiento de las instituciones democráticas. El argumento cae por su propio peso, ya que es justamente al revés: a la democracia se la defiende investigando los asuntos turbios y sacando del cesto a las manzanas podridas. Por otro lado, el legislador creyó que con el escudo de la inmunidad y el aforamiento los jueces de primera instancia e instrucción no sufrirían presiones al juzgar al poderoso y a otros compañeros de la carrera judicial. Nada más lejos de la realidad, ahí está el famoso caso Fabra, en el que nueve jueces y cuatro fiscales tuvieron contacto con el asunto, demostrándose así que las presiones judiciales existieron, existen y existirán cuando el reo es un cacique o personaje poderoso de la vida pública de este país, esté o no aforado.
No hay más que recurrir al Derecho comparado para concluir que España es líder europeo en aforamientos. Cerca de 10.000 personas gozan de este tipo de protección jurídica en nuestro país: más de 7.000 jueces y fiscales, diputados nacionales y autonómicos, senadores, ejecutivos regionales, altos cargos de la administración del Estado y todo el Gobierno central. La cifra es relevadora, sobre todo si la comparamos con Portugal e Italia, donde solo está aforado el presidente de la República, ante el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, respectivamente.
A su vez, en Francia están aforados el presidente de la República, el primer ministro y los miembros del Gobierno, mientras que en Alemania, Reino Unido y EE.UU. no existe la figura del aforamiento.
También la monarquía goza de un especial trato de favor en nuestro país. Mientras los reyes se benefician de un fuero de inviolabilidad para todo tipo de causas civiles y penales, en los demás estados europeos ni se plantea que un jefe de Estado pillado en un fraude fiscal no puede ser juzgado y condenado. También en esto España es diferente.