El espectro de Franco y la responsabilidad de no olvidar

España sigue tolerando la exaltación de un dictador que encarnó el terror y la represión. La existencia de la Fundación Francisco Franco es una afrenta a la memoria democrática. Mientras miles de víctimas siguen en fosas, otros glorifican a su verdugo

25 de Marzo de 2025
Actualizado a las 9:27h
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Franco Franco

En pleno siglo XXI, España sigue arrastrando el pesado legado de una de las dictaduras más feroces que ha conocido Europa occidental. Mientras naciones como Alemania o Italia han realizado profundos ejercicios de memoria y justicia frente a sus respectivos pasados totalitarios, España sigue tolerando la existencia de una anomalía democrática: la Fundación Nacional Francisco Franco, una institución dedicada a enaltecer al dictador, con página web activa, publicaciones constantes y discursos que buscan revestir de legitimidad histórica a un régimen que violó sistemáticamente los derechos humanos.

Es, sencillamente, insoportable —moral, política y democráticamente— que una entidad dedicada a la exaltación de un dictador que asaltó el poder por las armas, ejecutó a decenas de miles de compatriotas y silenció durante décadas la libertad de pensamiento, siga operando con impunidad. ¿Quién, en su sano juicio y con un mínimo sentido ético, puede aún seguir a estos cómplices ideológicos del dictador?

La Fundación Francisco Franco no solo preserva una versión manipulada de la historia, sino que constituye un insulto permanente a las víctimas del franquismo y una amenaza latente a la memoria democrática. No es una simple asociación nostálgica: es un espacio de propaganda ideológica activa que niega la evidencia de la represión, la censura, el exilio, las fosas comunes y la brutalidad del régimen.

Terror, silencio y control absoluto

Desde 1939 hasta 1975, España vivió bajo una dictadura militar, clerical y ultraconservadora que se cimentó en el miedo. Francisco Franco instauró un Estado totalitario tras una guerra civil provocada por un golpe de Estado fallido. Durante los primeros años de su régimen, decenas de miles de personas fueron ejecutadas extrajudicialmente o fusiladas tras juicios sumarísimos. A ello se sumaron campos de concentración, trabajos forzados, depuraciones profesionales y un sistema educativo adoctrinador basado en el nacionalcatolicismo.

El franquismo no fue solo autoritarismo: fue un régimen represivo y cruel, diseñado para erradicar al “enemigo interior”, que no era otro que el disidente, el que pensaba diferente, el que aspiraba a una España plural, moderna y democrática. Fue un sistema institucionalizado de terror, una maquinaria de represión sostenida en el tiempo y avalada por un aparato propagandístico feroz.

Durante décadas, se impuso una única voz, una única moral, una única historia. Se borró a conciencia la memoria republicana, se vilipendió a los vencidos y se impuso una visión de España basada en el mito, la religión y la obediencia ciega.

La necesidad urgente de memoria y pedagogía

Que aún hoy existan personas que relativizan la dictadura —o peor aún, que la glorifican— no solo es un síntoma de ignorancia: es también resultado de una grave negligencia del Estado democrático en el deber de educar en memoria histórica. Las nuevas generaciones, nacidas en libertad, tienen el derecho —y el deber— de conocer el precio que costó esa libertad.

No se trata de reabrir heridas, como argumentan los defensores del olvido. Las heridas siguen abiertas porque nunca fueron cerradas. Todavía hay miles de cuerpos en fosas comunes, familias que no han podido enterrar a sus muertos, archivos sin desclasificar y una memoria colectiva distorsionada por décadas de silencio y equidistancia cómplice.

La democracia no se defiende solo en las urnas. Se defiende también en las aulas, en los medios, en la cultura y en la política pública. Necesitamos una pedagogía activa de la memoria, leyes firmes contra la apología del franquismo y un relato histórico claro y veraz que no permita ambigüedades morales.

La Fundación Franco, una vergüenza que interpela

Mientras la Fundación Francisco Franco siga existiendo, España arrastra una mancha que nos aleja de los estándares democráticos europeos. Sería impensable en Alemania una fundación que honrase a Hitler. Sería intolerable en Italia una entidad que ensalzase a Mussolini con fondos privados y presencia pública. Pero aquí, en la supuesta “transición ejemplar”, todavía se consienten estos vestigios del pasado bajo el paraguas de la libertad de expresión, como si los derechos fundamentales pudieran servir para proteger el discurso del odio.

No se trata de censura: se trata de justicia histórica. Y de respeto. Porque una democracia sólida no puede permitir que se pisotee la memoria de quienes dieron su vida por ella.

Un deber moral ineludible

La lucha contra el olvido no es un capricho ideológico. Es una necesidad ética. La memoria histórica no pertenece a un partido político ni a una corriente concreta: es patrimonio común, el cimiento que permite comprender de dónde venimos, para no repetir jamás los errores del pasado.

Franco fue un dictador. Su régimen fue criminal. Y cualquier intento de blanquearlo debe ser combatido con rigor, con educación y con firmeza democrática.

La historia no puede reescribirse al gusto de los herederos del franquismo. Pero puede —y debe— ser contada con verdad, sin miedo, sin equidistancias. Porque si el olvido se impone, la democracia se debilita. Y si callamos, les damos la razón.

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