En un tiempo marcado por el descrédito institucional y la saturación informativa, la renuncia a participar en la vida política se presenta a menudo como una elección sensata o incluso virtuosa. Sin embargo, esa retirada, lejos de ser neutra, tiene efectos políticos concretos. En realidad, la desafección ciudadana contribuye al sostenimiento de las estructuras de poder más injustas, no por oposición, sino por omisión.
Pocas formas de poder resultan tan eficaces como aquellas que operan sin ser percibidas. Entre ellas, la más insidiosa quizá sea la convicción de que puede vivirse al margen de lo político, como si las decisiones que afectan a la vida colectiva fueran ajenas a la responsabilidad individual. Esta creencia, ampliamente extendida, sostiene que abstenerse de participar en los asuntos públicos constituye una postura legítima, incluso prudente. Nada más lejos de la realidad: la desafección política no es una forma de neutralidad, sino un modo encubierto de posicionamiento que favorece la reproducción del orden dominante.
No intervenir, no opinar, no implicarse: estos gestos, que parecen reflejar una actitud de distancia o de escepticismo, equivalen en la práctica a una cesión de poder. En contextos democráticos, el funcionamiento de las instituciones y la calidad del sistema dependen de un mínimo de participación activa y de vigilancia crítica. Cuando amplios sectores de la población eligen el repliegue, se produce un vaciamiento del espacio público que debilita su legitimidad y lo convierte en terreno fértil para la concentración de poder sin contrapesos. El sujeto despolitizado no se limita a no intervenir; contribuye, aun sin saberlo, a que otros decidan por él. No se sustrae al conflicto político: simplemente renuncia a ejercer su parte de responsabilidad, dejando libre el campo de juego a actores más organizados, movidos con frecuencia por intereses alejados del bien común.
Una neutralidad que no lo es
A menudo, la desafección se disfraza de neutralidad. Se invoca el desencanto, la saturación mediática o la supuesta corrupción estructural como justificación para la inacción. Sin embargo, esta postura no es inocua. Quien calla cuando puede hablar, quien observa cuando puede intervenir, no permanece al margen, sino que consolida el estado de cosas existente. La historia demuestra que las grandes regresiones democráticas han sido precedidas por un clima de apatía o de cinismo colectivo. No fue la acción abierta de las masas lo que facilitó el ascenso de los totalitarismos, sino su silencio.
En este punto, la figura del “ignorante político” descrita por Bertolt Brecht cobra un valor particularmente revelador. El dramaturgo alemán no hablaba del analfabetismo técnico o del desconocimiento accidental, sino de una forma de ceguera voluntaria, orgullosa, que desprecia la política mientras sufre sus consecuencias. Para Brecht, el ciudadano que afirma no interesarse por lo político no es un sujeto pasivo, sino un agente que, al negarse a participar, abre el camino al abuso de poder, a la injusticia institucional y al deterioro de la vida común. Su ignorancia no es individual ni inocente: es estructuralmente peligrosa. Al desentenderse, permite que otros decidan por él, con frecuencia en su contra. Es esa ignorancia activa, resignada o autosuficiente, la que impide transformar lo injusto en algo discutible, y lo discutible en algo reformable. Brecht no moraliza: alerta. Su crítica no busca culpables individuales, sino desenmascarar una lógica social que convierte la pasividad en instrumento del poder. En ese sentido, su advertencia sigue plenamente vigente, y exige una revisión urgente de lo que entendemos por responsabilidad política en el presente.
La ética del compromiso
Asumir que la política es sucia, aburrida o ajena es una forma de ceder la soberanía personal. No hay neutralidad cuando se trata del destino colectivo: toda omisión tiene consecuencias, y toda pasividad implica un grado de consentimiento. Desde esta perspectiva, la desafección política no es solo un problema institucional, sino una cuestión ética. Participar, informarse, deliberar, votar, reclamar: no se trata de privilegios, sino de formas esenciales de la responsabilidad ciudadana.
La comunidad política se debilita cuando se convierte en objeto de consumo y no en espacio de corresponsabilidad. El individuo que solo espera beneficios del Estado, pero rehúye todo compromiso con lo público, deja de ser ciudadano en sentido pleno. Su retiro no es inocente: es una forma de violencia simbólica, que margina lo común en favor del interés privado.La falsa neutralidad de la desafección política no libera al sujeto de las decisiones colectivas: lo convierte en agente involuntario de su reproducción. Repolitizar la ciudadanía es, por tanto, una exigencia no solo democrática, sino moral. Frente a la tentación del repliegue, se impone la urgencia del compromiso.