El Partido Popular renuncia a toda moderación y alimenta una estrategia de acoso que convierte el Congreso en un campo de tensión permanente. Feijóo se alinea con la retórica de Vox y activa en Madrid el mismo patrón de demolición política que ya utilizó en Galicia.
España atraviesa un periodo político donde la bronca y el enfrentamiento han sustituido al diálogo y, la estrategia destructiva se ha impuesto al debate constructivo. En el centro de esta tensión se sitúa una derecha que no ha asumido su papel institucional tras perder el Gobierno y que ha optado, en cambio, por dinamitar la convivencia parlamentaria. La frustración política se ha transformado en munición, y el resultado es un Parlamento convertido en escenario de ataques personales, ruido y bloqueo sistemático.
En esta deriva, el Partido Popular y Vox compiten sin pudor por liderar la oposición más dura que se recuerda desde la restauración democrática. Lo que los une no es una visión compartida de país, sino una misma obsesión: derrocar a Pedro Sánchez cueste lo que cueste. Para ello, todo vale: deslegitimar las urnas, sembrar sospechas sobre la legalidad del Gobierno, banalizar términos como “dictadura” o “corrupción moral”, y convertir al presidente del Gobierno en un enemigo a abatir, no en un adversario a confrontar.
El regreso del Feijóo gallego
Mucho se ha escrito sobre la supuesta moderación de Alberto Núñez Feijóo. Pero quienes conocen su trayectoria en Galicia saben que esa imagen no era más que una construcción cuidadosamente diseñada. Durante sus campañas autonómicas, Feijóo empleó con eficacia una combinación de medias verdades, silencios interesados y campañas de desgaste para arrasar políticamente a sus rivales. Ahora, ya instalado en el liderazgo nacional del PP, ha desempolvado aquella fórmula y la ha convertido en el centro de su estrategia.
Lejos de convertirse en un referente institucional, Feijóo ha asumido sin ambages la lógica del enfrentamiento. Rodeado por figuras como Miguel Tellado y la nueva secretaria general, el discurso del PP ha virado hacia un tono bronco, intransigente, con constantes descalificaciones que erosionan la legitimidad misma del Gobierno y rebajan el nivel del debate público.
La derecha tradicional, que alguna vez fue pilar del parlamentarismo español, ha decidido incendiar el ambiente político por no poder ocupar La Moncloa. Y con ello, ha empujado a España a un clima de tensión permanente donde la crispación sustituye al razonamiento.
La sombra de Vox y la batalla por el ruido
A la derecha del PP, Vox continúa ejerciendo de catalizador del extremismo verbal, repitiendo fórmulas que erosionan el respeto institucional: el “gobierno ilegítimo”, el “sanchismo criminal”, la acusación constante de “traición” a España. Nada nuevo. Lo que sí resulta revelador es el grado de mimetismo que ha alcanzado el PP con respecto a la retórica ultra. Ya no hay líneas rojas. El Partido Popular, en lugar de marcar distancia, ha optado por seguirle el ritmo.
Esta simbiosis en el discurso genera una paradoja preocupante: cuanto más se parecen, más compiten entre ellos por ver quién eleva más el tono. Y mientras tanto, el centro político queda arrasado, expulsado del espacio público y de los escaños. Las voces moderadas del conservadurismo han desaparecido o callan, incapaces de contradecir a una cúpula que ha asumido que el ruido da más rentabilidad electoral que la responsabilidad.
En este escenario, España se convierte en rehén de una oposición que ha hecho de su frustración una estrategia política. No se discuten políticas, se atacan personas. No se plantean alternativas, se niega la legitimidad del adversario. No se busca gobernar en el futuro, sino impedir que otros gobiernen ahora.Y esa forma de hacer política no solo bloquea al país, lo degrada.