En la Administración Pública española se profesa un culto al funcionariado que, bajo apariencia de legalidad, descansa sobre atajos y privilegios que nadie aceptaría en el mercado privado.
Los interinos, ese ejército de temporales, según datos del Boletín Estadístico de Personal al Servicio de las Administraciones Públicas, han pasado de representar del 12% al 26% del total de la plantilla, fruto de recortes y abusos que convierten a la estabilidad en quimera. En marzo de 2025, diez interinas llevaron su denuncia hasta el Parlamento Europeo. Es un buen ejemplo, 25 años de contratos encadenados, incumplimiento de la Directiva 1999/70/CE y el fondo de vidas aplastadas que la Justicia española ignora mientras Bruselas estudia indemnizaciones millonarias.
Esa misma judicatura también maneja y castiga con mentalidad clasista a sus propios interinos, los jueces y fiscales sustitutos.
Por si fuera poco, el espejismo de “equidad” se desvanece al comparar jubilaciones. Un funcionario de carrera encuadrado en el Régimen General, con 15 años cotizados, cobra el 50% de su base reguladora; un colega bajo Clases Pasivas, el 26,92%, casi la mitad de la pensión, sólo porque se le obligó a estar afiliado a este régimen especial. Traducido: a igualdad de sudor, una pérdida de pensión que roza el 47%. Y no se trata de matemáticas malintencionadas, sino del engranaje burocrático que premia la fidelidad institucional con migajas.
Los médicos, custodios de las vidas, soportan guardias de 24 horas que, jurídicamente, sólo generan cotización por ocho. El resto, horas de disponibilidad no reconocidas como trabajo efectivo, engrosan la factura de la precariedad y condenan a estos profesionales a jubilarse con menos años cotizados de los que realmente entregaron al servicio público.
Y, por si faltara drama, en los últimos incendios se han visto motobombas aparcadas no por fallos mecánicos, sino por falta de personal, carencias tapadas con recortes, bulos y caos, en la gestión de bomberos forestales de PSOE, PP y Vox. Un camión de extinción equivale a un coche de lujo, en las emergencias, pero si no hay quién lo maneje, su cañón de agua se convierte en un carísimo pisapapeles de acero.
Este cuadro de incompetencia no es casual ni producto de la inexperiencia: es la consecuencia lógica de un sistema que sacrifica calidad de servicio y derechos de sus trabajadores en aras de un ahorro sobre los más débiles. Y eso, sin querer entrar en hispánicas corrupciones y privilegios decimonónicos.
Mientras los interinos pierden vidas laborales entre juicios, los funcionarios ven menguar sus futuras pensiones, médicos agotan su salud en guardias ignoradas y los incendios avanzan sin control por falta de resistencia, la Administración demuestra que su mayor talento no es la eficiencia, sino la habilidad para disimular el desastre.