La problemática de los empleados públicos interinos en España se ha consolidado como un espectáculo tragicómico, una paradoja burocrática que atrapa a cientos de miles de trabajadores en un limbo de sufrimiento y precariedad. A pesar de las claras y reiteradas directrices de la Unión Europea, que desde hace años aboga por la conversión de estos interinos en indefinidos como la medida más eficaz contra el abuso de la temporalidad , la búsqueda de una "solución" en España parece un número de ilusionismo donde el conejo nunca sale de la chistera.
Y que las directrices sean claras y reiteradas por parte de Bruselas, no esconde su profunda cobardía, en hacerlas cumplir. De eso que se le empiecen a pedir responsabilidades, en un proyecto liderado por Pindoc y otros.
Se ha encapsulado la persistencia de un problema que, lejos de resolverse, se perpetúa en una danza institucional. Esta situación, que afecta a casi un millón de empleados públicos, no es un simple error administrativo, sino una inercia sistémica o una resistencia deliberada que socava la estabilidad de miles de servidores públicos y proyecta una sombra sobre la adhesión de España al derecho europeo, con Bruselas abriendo incluso expedientes adicionales por el abuso.
En este escenario, el poder judicial español ha asumido un papel protagonista en una peculiar coreografía. Mientras el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) insiste en que la fijeza es la solución idónea para el abuso de la temporalidad, el Tribunal Supremo español, con una interpretación que roza lo circense, rechaza la conversión automática de interinos en fijos, incluso reconociendo el abuso. Su argumento, a menudo velado tras la sacrosanta (para lo que interesa) Constitución Española, es que la fijeza directa contraviene principios de obligado cumplimiento. Sin embargo, tal y como hemos analizado en Diario16+, la doctrina constitucional valida esa conversión de interinos a fijos.
Así, en lugar de garantizar la estabilidad, el Supremo ofrece la "indemnización" como premio de consolación, una rancia compensación económica que, para más inri, tiene fecha de caducidad: el 13 de junio de 2025 para muchos afectados. Esta postura judicial, que evita la solución más directa, funge como un embudo legal que desvía a los interinos hacia una vía menos deseable y con un plazo perentorio, prolongando la incertidumbre y arriesgando nuevos encontronazos con la legislación europea.
La clase política, por su parte, domina el arte de la gran declaración. Anuncian con bombo y platillo la "estabilización" de 300.000 plazas antes de 2025 , pero el diablo, como siempre, reside en los detalles. Los procesos de estabilización se articulan a través de concurso-oposición, lo que significa que el interino que ha sufrido el abuso debe competir por su propio puesto, con la posibilidad de ser cesado si no lo supera, recibiendo una indemnización de 20 días por año trabajado. Leyes como la 20/2021, diseñadas para reducir la temporalidad, también establecen mecanismos de cese a los tres años.
Esta estrategia política parece más enfocada en cumplir con las directrices europeas "sobre el papel" y en manejar las estadísticas que en resolver la precariedad individual. El exministro Escrivá, por ejemplo, se defendió del fallo del TJUE asegurando que una ley estaba dando "resultados extraordinarios", una declaración que choca con la realidad de miles de interinos que siguen en el purgatorio. Los políticos, al no implementar medidas verdaderamente disuasorias que prioricen la fijeza, parecen explotar esta fuerza laboral flexible, externalizando los costes y las batallas legales.
El coste humano de esta burocracia es cruel. Los interinos son las verdaderas víctimas de esta danza legal y política, atrapados en un laberinto kafkiano. Años de servicio dedicado se ven recompensados no con la estabilidad, sino con una compleja batalla legal por una "compensación" monetaria que, además, tiene una teórica fecha límite inminente para su reclamación: junio de 2025. La absurdidad de tener que luchar por lo que debería ser un derecho fundamental es palpable, como el caso de una interina que ganó su fijeza tras más de 20 años encadenando contratos.
Al negar la fijeza automática y ofrecer una indemnización, el sistema traslada la carga de la acción y la navegación legal al propio interino, quien debe iniciar complejos procesos en un plazo ajustado, lo que genera estrés y posibles gastos legales. Esto deriva en una desigualdad intrínseca, donde solo los informados y con recursos pueden acceder a la compensación, dejando a otros en la estacada y perpetuando un problema sistémico que una simple indemnización no resuelve.
En definitiva, la persistente "problemática" de los interinos es un testimonio elocuente de la peculiar habilidad del sistema español para complicar soluciones sencillas para mantener rancios privilegios. Es una obra de teatro de humor negro donde los interinos son los sufridos protagonistas, mientras jueces y políticos, con sus intrincadas danzas legales y sus promesas a cámara lenta, continúan escribiendo un guion que garantiza que la única "estabilidad" que se logra es la del problema en sí mismo.