El nuevo rostro del fascismo en el siglo veintiuno

El rostro contemporáneo del autoritarismo disfrazado de voluntad popular

28 de Abril de 2025
Actualizado a las 12:02h
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El nuevo rostro del fascismo en el siglo veintiuno

La extrema derecha ha dejado de ser una anomalía política para convertirse en una fuerza estructural con creciente influencia en múltiples regiones del mundo. Lejos de limitarse a expresiones marginales, su auge responde a un deterioro profundo del vínculo entre ciudadanía e instituciones, así como a un uso eficaz de las emociones colectivas, el miedo, el resentimiento, la nostalgia, para articular discursos excluyentes, identitarios y profundamente autoritarios.

Durante las últimas dos décadas, hemos asistido a una transformación silenciosa pero constante del mapa político global. Desde el trumpismo en Estados Unidos hasta el bolsonarismo en Brasil, pasando por la expansión de partidos como Vox en España, la Agrupación Nacional en Francia o Fidesz en Hungría, la narrativa reaccionaria ha conseguido consolidarse con fuerza electoral e institucional. En todos los casos, el relato es similar: un “pueblo auténtico” en peligro, una élite corrupta que lo traiciona, y una serie de “enemigos” que encarnan ese supuesto declive, migrantes, feministas, colectivos LGTBI, ambientalistas, prensa independiente, o incluso jueces.

Estos movimientos se presentan como alternativas al sistema, pero en realidad son formas de blindarlo desde el autoritarismo, reconfigurando la democracia desde dentro para volverla excluyente, vertical y obediente. El lenguaje populista sirve para ocultar políticas profundamente conservadoras, cuando no abiertamente regresivas: recortes en servicios públicos, restricciones a derechos civiles, ataques a la educación y la cultura, deslegitimación de organismos internacionales, y concentración del poder en figuras fuertes, carismáticas y polarizadoras.

El atractivo de esta ola autoritaria no puede entenderse sin analizar el contexto en el que germina. La precariedad económica, la fragmentación social, la pérdida de horizonte común, el colapso del Estado de bienestar y el desencanto con las democracias liberales han generado un malestar profundo que no siempre encuentra respuestas en las fuerzas progresistas tradicionales. Frente a esa orfandad política, la extrema derecha ofrece algo más que un programa: ofrece un sentido. Identidad, pertenencia, destino. Todo ello empaquetado en narrativas simples, donde hay ganadores y perdedores, héroes y traidores, orden y caos.

Pero las consecuencias son devastadoras. Allí donde estas ideas prosperan, se deterioran las libertades individuales, se recortan derechos, se promueve la violencia simbólica e incluso física contra minorías, y se impone una cultura del miedo que atraviesa todos los ámbitos de la vida: desde la escuela hasta las redes sociales, desde el Parlamento hasta la calle.

El caso de Hungría es paradigmático: Viktor Orbán ha convertido un Estado miembro de la Unión Europea en un régimen híbrido que ataca a las universidades, a los medios y a las ONG, al tiempo que perpetúa su poder mediante reformas institucionales a medida. En América Latina, la violencia política se ha normalizado en ciertos sectores, mientras se erosionan las garantías democráticas en nombre de la lucha contra el crimen o el comunismo. En Europa Occidental, el lenguaje beligerante de la ultraderecha ha contaminado el debate público y obligado a partidos tradicionales a endurecer posiciones para no perder terreno.

La batalla es cultural, política y simbólica. Y no se gana solo denunciando los excesos de la extrema derecha, sino ofreciendo una alternativa real, creíble y esperanzadora. Una política que vuelva a hablar de justicia social, de comunidad, de derechos, de protección frente al mercado y frente al miedo. Una política que entienda la diversidad no como una amenaza, sino como una riqueza que debe ser cuidada.

Es necesario repensar la democracia no como un conjunto de instituciones formales, sino como una experiencia cotidiana de participación, protección y dignidad. Recuperar lo público, fortalecer el tejido social, garantizar derechos y redistribuir poder son tareas urgentes para frenar este avance reaccionario. De lo contrario, las democracias que conocimos podrían sobrevivir solo en su forma, pero no en su espíritu.

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