Hay familias enteras que han hecho de la política su principal sustento. Redes de afinidad, parentesco o lealtad interna que se perpetúan dentro de los partidos y las instituciones. La política, lejos de ser servicio público, se transforma así en una forma de vida. Y una vez adquirida la posición, se impone con fuerza para no perderla, sacrificando el debate interno, la rendición de cuentas y el contacto con la realidad.
La política padece una forma crónica de endogamia, no como simple repetición de nombres, sino como un sistema organizado de cierre interno. Familias completas, parejas, hermanos, amistades íntimas o protegidos del aparato político construyen carreras enteras dentro del sistema institucional y orgánico, encadenando cargos, moviéndose entre instituciones y manteniéndose en el poder, o en el escaño, legislatura tras legislatura.
Una vez que el sustento personal o familiar depende de ese cargo, la lógica de actuación cambia: se vuelve defensiva, estratégica, profundamente autorreferencial. El objetivo no es transformar ni representar, sino preservar la posición a toda costa. Desde esa atalaya, se refuerzan mecanismos de control dentro de los partidos, se anula la crítica y se disciplina al entorno.
Los partidos, más que instrumentos de participación, se convierten en estructuras cerradas de reproducción interna, donde el mérito y la preparación se subordinan a la lealtad. El aparato funciona como un filtro que expulsa lo diferente y recompensa la obediencia. Lo importante no es tener ideas, sino saberse mover dentro del engranaje. La consecuencia: una clase dirigente homogénea, cautiva de sus propias lógicas, desconectada de la ciudadanía y obsesionada con su supervivencia.
Mientras tanto, las instituciones se llenan de personas cuyo único bagaje es el partido, cuya única experiencia profesional es la política, y cuya única expectativa es mantenerse dentro. Se trata, en muchos casos, de verdaderos clanes de poder que usan su influencia para situar a los suyos, colonizar espacios institucionales y asegurar la continuidad del grupo.
Esta lógica no solo empobrece el debate político, sino que corroe la legitimidad democrática. La ciudadanía percibe, y con razón, que el poder se reparte entre los de siempre, que todo está controlado desde arriba, y que el sistema se protege a sí mismo frente a cualquier amenaza de renovación o crítica. Esa percepción alimenta el desencanto, el cinismo y el desapego hacia lo público o incluso hacia las propias siglas.
Regenerar la democracia exige ir mucho más allá de los gestos superficiales. Se necesita una reforma profunda de las estructuras internas de los partidos, abrir sus dinámicas a la deliberación real, al pensamiento crítico y a la diversidad de trayectorias. Y, sobre todo, hace falta romper con la idea de que la política es una carrera vitalicia, o un patrimonio familiar. El poder no es un derecho hereditario. Es una responsabilidad limitada, y debe estar al servicio de todos, no de los que lo administran.