El periodismo es un oficio en crisis. Y no solo porque la mitad de los licenciados en Ciencias de la Información se arrepienten de haber elegido esa carrera como primera opción profesional, sino porque las nuevas tecnologías y canales de comunicación le están ganando claramente la partida de las audiencias a la prensa tradicional. Las sociedades de hoy, sometidas a una plaga de desinformación y bulos, exigen de periodistas cada vez mejor formados, íntegros y avezados que desenmascaren las patrañas y nos adviertan, entre otras cosas, cuándo un programa de inteligencia artificial ha sido capaz de divulgar una foto fake de Trump siendo esposado violentamente por varios policías. Sin embargo, nos encontramos con todo lo contrario. Los jóvenes huyen de las facultades de periodismo y los que se quedan se sienten frustrados, inútiles, arrepentidos.
La crisis de la prensa, también la española, tiene mucho que ver con la irrupción de las redes sociales. Cada vez hay más gente que piensa que todo lo que se cuenta en internet debe ser verdad. Como consultan las noticias en una maquinita prodigiosa, ya sea móvil, tablet u ordenador, creen que lo que están leyendo debe ser necesariamente cierto. Al mismo tiempo los periódicos de papel son considerados reliquias propias del siglo XIX, un entretenimiento de boomers y jubilados. Esa terrible falacia de que todo lo nuevo es mejor que lo viejo, rasgo característico de la nefasta posmodernidad que vivimos, ha acabado arraigando en la ciudadanía, sobre todo entre los más jóvenes, que ya no compran un diario en el kiosco ni así los maten. Este grupo o segmento social, el de la juventud, también se está apartando de la radio, el más elegante, rápido y eficaz medio de comunicación que se inventó nunca (sobre el tema véase Días de radio, de Woody Allen, pura nostalgia de aquel tiempo en el que una cálida voz humana nos traía las noticias de los más recónditos lugares del mundo). La radio es pura imaginación y lo que no se ve lo rellena la mente, ejercitando las neuronas y la inteligencia. La televisión vino a matar a la radio, al igual que internet ha matado a la televisión (que ya solo ven los pobres sin Netflix) y va camino de acabar con el cine, al que en poco tiempo solo irán cuatro cinéfilos en vías de extinción.
La muchachada de hoy elige a youtubers e influencers para contactar con la actualidad, y así nos va. Entre sesión de frívolo maquillaje y tediosas recetas de cocina el líder de opinión les cuenta algo sobre la guerra en Ucrania, la última moción de censura de Vox o el bebé subrogado de Ana Obregón, pero sin profundizar demasiado, que pensar cansa y quita audiencias y espacio para la publicidad. Lógicamente, hay honrosas excepciones que practican buena comunicación desde internet, como Ibai Llanos, que está reinventando el periodismo en las nuevas plataformas digitales.
En realidad, el problema es mucho más profundo que la atracción de las nuevas generaciones por los dispositivos móviles y su alergia por la cultura clásica. Y ahí juega un papel importante la escasa afición por la lectura. Cada vez se lee menos prensa y el que lo hace apenas le dedica cinco minutos al titular y a la entradilla, cuando va en el Metro o en el autobús camino del trabajo. Al segundo párrafo, por pereza o falta de entrenamiento, no llega nadie, de modo que la función de análisis, reflexión e interpretación de la realidad que debe cumplir toda pieza periodística queda completamente anulada.
El mundo avanza demasiado deprisa y pocos son los que se detienen ya en el placer de leer hasta el final un buen reportaje, crónica o análisis, con un café humeante en la mano. Pero la crisis del periodismo no solo tiene que ver con el avance de la tecnología y la proliferación de robots y programas informáticos que empiezan a ser capaces de redactar noticias con la misma perfección con la que lo haría un periodista. Lamentablemente, el precariado se ha enquistado en el mundo de la prensa y el reportero mileurista prolifera en todas las redacciones. Despidos indiscriminados, recortes brutales, pérdida de derechos laborales, jornadas interminables y en general la explotación de uno de los oficios más degradados, han terminado por convencer a los jóvenes de que esa profesión no tiene futuro, lo cual es una verdadera tragedia, ya que sin buen periodismo no hay democracia.
España es ese país que sigue pagando mejor a un albañil o a un camarero que al reportero, que casi siempre termina trabajando por cuatro perras como un eterno becario o clinero de la información. Todo empezó a fastidiarse a finales de los noventa, cuando los periódicos regionales (esos que deben destapar la corrupción del cacique) empezaron a estar dirigidos por contables, bancos y políticos autonómicos. La subvención oficial y la propaganda institucional terminaron por enterrar la prensa libre. Hoy la degradación es absoluta y basta con detenerse un rato a leer los rótulos del telediario para concluir que muchos nuevos periodistas ni siquiera se saben las cuatro reglas ortográficas para escribir con corrección. Ayer, sin ir más lejos, pillé un “hay” sin hache que hacía daño a los ojos. Desolador.