La llamada "nueva política" ha sido interpretada de muchas maneras: como un fenómeno mediático, como un giro hacia la tecnocracia, como una reacción emocional frente a la crisis de representación. Pero desde una perspectiva progresista, lo que está en juego es algo más profundo: la posibilidad de refundar el sentido de lo político a partir de la participación activa, la justicia social y la defensa radical de los derechos.
Lejos de ser una moda pasajera o una simple respuesta al agotamiento de las estructuras tradicionales, la nueva política se presenta como un espacio en disputa. Algunos sectores intentan apropiarse de sus formas para sostener proyectos conservadores maquillados de novedad. Pero en su raíz más transformadora, esta nueva forma de hacer política se nutre de las luchas históricas por la igualdad, la dignidad y la vida en común.
El progresismo no ve en la nueva política una ruptura con el pasado, sino una continuidad creativa de las mejores tradiciones emancipadoras. Es en esa línea donde se vuelve urgente pensar sus rasgos, sus tensiones y sus potencialidades.
Movimientos que construyen desde abajo
Una de las claves de esta nueva etapa es el lugar central que han tomado los movimientos sociales como actores políticos legítimos y organizadores del cambio. Feminismos, ambientalismos, luchas antirracistas y por los derechos LGBTIQ+, entre muchas otras, han desplazado la idea de que la política se limita a partidos y elecciones.
Estos movimientos no solo plantean nuevas demandas; también introducen formas diferentes de pensar el poder, no como dominación, sino como capacidad colectiva de transformación. En sus prácticas hay horizontalidad, asamblearismo, ética del cuidado, defensa de lo comunitario. Todo aquello que durante décadas fue subestimado o directamente excluido por el canon político tradicional.
Las calles, los territorios, las redes y las organizaciones de base son ahora escenarios principales de la acción política. La protesta ya no es solo una forma de resistencia, sino también una forma de proponer, de imaginar, de disputar sentidos. Las nuevas generaciones, además, han dejado claro que no están dispuestas a delegar su futuro. Exigen ser protagonistas, sin pedir permiso ni aceptar recetas prefabricadas.
Esta politización desde abajo obliga a los espacios progresistas a revisar sus propias estructuras. No basta con tener causas justas; también hay que abrirse a nuevas formas de hacer y de decidir. La escucha, el reconocimiento de las diversidades y la disposición a compartir poder son ahora condiciones imprescindibles para cualquier proyecto transformador.
Otra democracia, otros lenguajes, otra sensibilidad
La política tradicional ha perdido fuerza no solo por sus errores, sino también porque ha quedado culturalmente desconectada de las nuevas subjetividades. El lenguaje rígido, los liderazgos verticales y las lógicas partidarias cerradas no logran interpelar a una ciudadanía que hoy demanda otra relación con el poder. La nueva política progresista no niega lo institucional, pero lo desborda con afecto, con creatividad y con pluralidad.
En este escenario, la tecnología tiene un rol ambivalente. Por un lado, ha sido utilizada para concentrar poder, manipular emociones y profundizar la fragmentación. Pero por otro, ha abierto puertas inéditas para la participación directa, la transparencia y la autoorganización. El desafío progresista es apropiarse de estas herramientas con una ética democrática, construyendo redes horizontales, deliberativas y transformadoras.
Al mismo tiempo, se impone una política que no le tema a lo emocional. La razón sigue siendo necesaria, pero ya no alcanza. La nueva política se hace también desde el cuerpo, desde los afectos, desde las experiencias compartidas. No se trata de caer en el sentimentalismo vacío, sino de reconocer que el dolor, el deseo, el miedo y la esperanza también son fuerzas que mueven la historia.
Los discursos progresistas deben recuperar esa dimensión sensible sin perder profundidad, y animarse a hablarle a una ciudadanía que busca pertenencia, identidad y horizonte. En ese sentido, la política no puede ser solo gestión; debe ser también relato, comunidad y sentido común transformador.
Lo que está en juego no es solo cómo se gana una elección, sino cómo se construye un proyecto de país desde las bases, con nuevas alianzas y nuevas formas de poder. La nueva política desde una mirada progresista no se limita a innovar en las formas: busca disputar el contenido del futuro. ¿Qué vida queremos vivir? ¿Con quiénes? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar para que todas y todos puedan vivir bien?
Esas preguntas no tienen respuestas simples. Pero una cosa está clara: el tiempo de la política fría, distante y jerárquica ha llegado a su fin. Lo que viene, y ya está ocurriendo, es una política viva, plural, profundamente democrática, que no le teme al conflicto porque sabe que es parte de cualquier transformación real.