Políticos, sin enchufe no hay paraíso

En política, hay quienes no aspiran a transformar nada, solo a sobrevivir. Aunque para ello deban traicionar todo lo que los llevó hasta allí

22 de Abril de 2025
Actualizado a las 17:39h
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Sin enchufe no hay paraíso

Hay una clase de político que no aparece en los titulares, pero que prolifera en todos los partidos: el que nunca ha trabajado fuera del entorno institucional. El que no busca el poder para cambiar realidades, sino para no quedarse sin trabajo. Para él, un cargo, aunque sea menor, significa sustento, identidad y pertenencia. Y si para conservarlo tiene que traicionar principios, compañeros o siglas, lo hará sin pestañear. Porque no sabe hacer otra cosa. Porque no tiene a dónde volver.

Sobrevivir antes que servir

Mucho se habla del poder, pero poco del miedo a perderlo. Ese temor íntimo, casi existencial, es el que moviliza a muchos cuadros medios, asesores, portavoces, concejales, cargos intermedios. No son los que aparecen en las portadas, pero sí los que llenan despachos, listas y comités.

No buscan transformar, sino permanecer. Su principal motivación no es ideológica ni programática: es laboral. La política, para ellos, no es una vocación, sino una salida profesional que se ha vuelto única. Algunos entraron de jóvenes en juventudes partidarias y nunca más salieron del circuito. Otros se enganchan a los engranajes de la administración pública a través de cargos de confianza o asesores técnicos. Pero casi todos comparten un mismo rasgo: fuera de la política, hay vacío.

Y cuando el abismo se intuye cerca –una lista que no se renueva, un puesto que peligra, un liderazgo que cambia–, la lealtad se vuelve una variable negociable. Donde antes había camaradería, ahora hay cálculo. Donde hubo convicciones, ahora hay silencio. Y si el silencio no basta, hay puñales.

La deslealtad como método

La traición, en estos casos, no suele ser escandalosa ni aparatosa. Es sutil. Se expresa en ausencias, en mensajes que no se reenvían, en filtraciones anónimas o en adhesiones tibias. Se desactiva a quien estorba. Se empuja al vacío al que incomoda. Y todo con una sonrisa institucional.

Lo preocupante es que esta práctica se ha naturalizado en muchas estructuras partidarias. No se trata de grandes traiciones épicas, sino de una erosión constante de la confianza. Un clima en el que todo el mundo es prescindible y donde la lealtad solo vale mientras haya algo que ganar.

Este tipo de político no necesita traicionar para trepar alto. Le basta con mantenerse a flote. Con que lo incluyan en la lista. Con que lo designen en un organismo, en un área menor, en un puesto que le permita seguir vinculado, cobrando, siendo alguien. Porque en muchos casos, ese puesto no es solo un sueldo: es su única identidad profesional.

La política como única salida

Una de las consecuencias más invisibles de esta dinámica es la profesionalización mal entendida de la política: personas que hacen carrera no por méritos ni visión, sino por pura inercia de supervivencia. No es que no tengan talento; es que no se han formado ni proyectado fuera de los márgenes del partido. No conocen otro mundo. No han pisado una empresa, no han emprendido, no han trabajado en sectores productivos. Su currículum es la red de contactos.

Y esto tiene un impacto profundo en la forma de hacer política. Se gestiona desde el miedo. Se vota con precaución. Se opina según convenga. Y todo se justifica con una frase que se repite en pasillos y cafés internos: “esto es así”.

Pero no, no debería ser así. La política debería ser un espacio de representación, no de refugio. Un lugar donde se llegue por compromiso, no por necesidad. Porque cuando la necesidad es absoluta, los principios se vuelven un lujo que no todos pueden permitirse.

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