Carles Puigdemont está siguiendo al minuto, desde Waterloo, el desarrollo de la fallida sesión de investidura de Alberto Núñez Feijóo. El expresidente de la Generalitat sabe que se encuentra ante un momento trascendental, no solo para el soberanismo catalán, sino también para su futuro político y personal. ¿Qué hacer? ¿Aceptar la amnistía que le ofrece Pedro Sánchez y posponer el referéndum de autodeterminación o seguir adelante por la misma vía de la unilateralidad y los hechos consumados que le llevó a proclamar la República Catalana de los ocho segundos? La primera alternativa, la pragmática, probablemente le permitiría irse de rositas de sus cuitas con la Justicia y volver a presentarse a las próximas elecciones. Sería una gran victoria para él en su batalla contra la derecha española que quiso enjaularlo y también en su pulso con el juez Llarena. No es poco bagaje. Por el segundo camino, el de la vía utópica, quedaría condenado al exilio perpetuo en Waterloo, un lugar deprimente, húmedo y gris muy diferente a la cálida tierra de su amada Girona. La perspectiva de no poder volver regresar a casa sin ser detenido puede terminar volviendo loco a cualquiera.
Las pasadas elecciones generales supusieron la pérdida de más de 600.000 votos para el independentismo catalán y el líder del movimiento separatista sabe que, tras seis años huido de España, ha llegado el momento de replantearse qué senda debe tomar Cataluña. Es ahora o nunca. En las últimas semanas, negociadores del Gobierno y delegados de Puigdemont han mantenido intensos contactos para sondear la posibilidad de un acuerdo que dé la investidura a Sánchez a cambio de una serie de concesiones. Los efectos de esos acercamientos ya se han dejado sentir: inclusión de las lenguas regionales en el Parlamento español, petición de España a la Unión Europea para que esas lenguas (catalán, vasco y gallego) sean reconocidas como cooficiales, exclusión del independentismo de la lista de organizaciones terroristas de Europol y compromiso del futuro Gobierno de que se abrirá una mesa de negociación para debatir sobre el conflicto territorial nunca resuelto. Es evidente que Puigdemont ha logrado más desde su lejana residencia de Waterloo que cuando estaba en su despacho de la Generalitat. A los independentistas más radicales (siempre insatisfechos con todo lo que no sea la segregación del Estado) les parecerá poco, pero se trata sin duda de pasos muy importantes hacia el federalismo y el reconocimiento, interior y exterior, de la singularidad histórica y cultural de Cataluña. Así lo ha admitido el propio Govern de Pere Aragonès y hasta la portavoz de Junts en el Congreso de los Diputados, Miriam Nogueras, quien nada más enterarse de que su lengua materna podría estar en Bruselas más pronto que tarde se apresuró a decir que “hoy es un día histórico porque el catalán está mucho más cerca de ser oficial en la Unión Europea”.
Queda, por supuesto, la guinda del pastel: el referéndum de autodeterminación. Puigdemont sabe que es imposible. Primero porque es inconstitucional, de modo que Sánchez no puede concederlo sin terminar en la cárcel. Y en segundo lugar porque atravesar ese Rubicón supondría agitar a las fuerzas reaccionarias y poderes fácticos de este país, amplificando el poder de la extrema derecha y situándonos a todos al borde del caos. La sola idea del Ejército ocupando las calles de Barcelona, con toque de queda nocturno, ulsterización de facto y retorno a los tiempos más oscuros de nuestra historia, debería ser suficiente para disuadir a cualquier político sensato de iniciar semejante descabellada aventura. Se desconoce si Puigdemont, tras largos años lejos de su hogar, ha tenido tiempo de reflexionar y madurar hasta adquirir ese juicio necesario del prudente estadista o sigue siendo aquel joven activista indomable y follonero que arrastró a su pueblo a una falsa promesa hasta confundir la frontera entre la realidad y la ficción.
El fracaso del procés vino a demostrar que la vía de la unilateralidad solo condujo a la melancolía. Se dijo a millones de catalanes que aquella gesta era posible cuando ni siquiera contaban con un mínimo apoyo internacional que garantizara el reconocimiento de la República Catalana independiente. Hoy la mentira, similar a la que propagaron los supremacistas impulsores del Brexit, ha hecho que baje el suflé independentista, que los soberanistas estén a punto de perder el poder y que el PSC de Salvador Illa vuelva a estar por delante de las demás fuerzas políticas. Un auténtico descalabro del que tardará en recuperarse el partido heredero de aquel otro, Convergència i Unió, con el que Jordi Pujol arrasó en las urnas durante décadas.
El azar, el destino o los caprichos de la democracia, quién sabe, han querido que Carles Puigdemont tenga una segunda oportunidad. Fracasada la esperpéntica investidura de Feijóo (que es tanto como el fracaso de la extrema derecha) tiene en su mano poner el contador a cero y volver a empezar pasando página a algo que nunca debió haber ocurrido. Las negociaciones con Moncloa se llevan en el más absoluto secreto, aunque todo el país sabe que la clave para que haya Gobierno de coalición o vayamos otra vez a elecciones está en el as de bastos del referéndum. Descartada esa posibilidad, cabe plantearse si Sánchez está dispuesto a aceptar una consulta no vinculante, un ofrecimiento que sin duda podría desbloquear la situación. Con ese dictamen o encuesta popular sin efectos jurídicos, más un nuevo pacto de financiación y la recuperación del Estatut que reconoce a Cataluña como “nación” (impugnado en su día por el PP), Puigdemont podría dar su brazo a torcer. Pero si no se llega a ese acuerdo, el hombre de Waterloo debería plantearse seriamente qué es mejor para su pueblo, si volver a participar en el juego político del Estado, influyendo decisivamente, o seguir dirigiendo una caricatura de partido, un grupo antisistema anclado en el pasado y echado al monte. Un proyecto que, a la vista de lo que están diciendo las urnas, promete ir cada día a peor. En esas está el honorable, en deshojar la margarita (en este caso rosa) que le ofrece el PSOE.