Este jueves, el cabreo del juez Pablo Llarena era monumental. Había tenido que interrumpir sus vacaciones porque esperaba tomar declaración a Carles Puigdemont y enviarlo a la cárcel como es su deseo desde que el expresidente se fugó. Todo un dispositivo para detenerlo que “fracasó” según señala contundentemente en las dos providencias en las que pide explicaciones, una a los Mossos y la otra al ministerio de Interior.
A partir de ahí se ha especulado con la posibilidad de que el magistrado abra una investigación penal por la posible comisión de delitos de desobediencia, prevaricación y obstrucción a la justicia contra los responsables policiales encargados de los operativos. Algo que jurídicamente es imposible porque Llarena no es competente. Si de los informes que va a recibir deduce la existencia de delito tendrá que remitir las diligencias a los juzgados de Barcelona.
Otra importante laguna existente en una de las providencias, concretamente la dirigida al ministerio del Interior, es que exige explicaciones sobre la vigilancia en la frontera con Francia. Sabe Llarena que tal vigilancia es inexistente desde que España suscribió el Tratado de Schengen por eso la petición de tales explicaciones sólo se explica desde el cabreo que debía de tener el juez en esos momentos. O, como han señalado fuentes jurídicas, el instructor del procès es de los que sospechan que hubo un acuerdo, no se sabe bien por parte de quien, para dejarle entrar en España.
Que Llarena pida explicaciones no sólo es correcto sino deseable por alguien que ejerce de autoridad judicial y que ha visto cómo ha fracasado la oportunidad de hacer pagar al autor del mayor desafío al Estado de la época contemporánea. No hay que olvidar que mientras sus compañeros cumplían pena de prisión, él se refugiaba en Bélgica y, gracias a múltiples subterfugios legales, evitaba la cárcel. Y aunque sus abogados digan que sólo se le puede acusar de malversación y que existe controversia sobre si tal figura delictiva es amnistiable, lo cierto es que el articulado de la Ley de Enjuiciamiento Criminal es muy claro. Hay otro delito del que debe rendir cuentas: la desobediencia, el haberse negado a colaborar con la justicia alegando persecución. La prisión preventiva está para eso. Para garantizar la presencia del acusado en los tribunales. Lo demás son excusas.
El malestar en el Supremo ha llegado a tal extremo que Llarena ha pedido conocer los detalles del operativo “aprobado y dispuesto” por los mossos, así como “los elementos que determinaron su fracaso desde un aspecto técnico policial”. Es más, el juez pide que se identifique “a los agentes responsables del diseño” de este operativo, a “los responsables de su aprobación” y a los efectivos a “los que se encomendó su ejecución”. Las identidades requeridas sólo pueden tener un objetivo: hacerlos responsables penales de la huida de Puigdemont.
El mismo criterio emplea el magistrado para deducir más responsabilidades al señalar que cualquier cuerpo de seguridad tenía la obligación de detenerlo nada más pisar suelo español. Es por ello por lo que pide al Ministerio de Interior explicaciones sobre las órdenes que fueron cursadas “para su detección en frontera y eventual detención después de su fuga”. Desde el departamento de Grande Marlaska se remiten a las declaraciones del ministro de la Presidencia y Justicia, Félix Bolaños, quien manifestó que el dispositivo para la detención de Puigdemont lo montó la policía autonómica catalana que es la competente en la materia. Ahora bien, sobre las intervenciones fronterizas que dependen de la policía nacional y la guardia civil, los mandos consultados se remiten a la inexistencia de controles desde que existe el tratado de Schengen de libre circulación de ciudadanos.
Que el Supremo tiene emprendida una cruzada contra Puigdemont es algo de sobra conocido. Ni el instructor del procès, Pablo Llarena, ni la sala de Lo Penal, presidida por Manuel Marchena, van a ceder en sus pretensiones de mandar a la cárcel al expresident de la Generalitat. Y no les sirven los mandatos de la ley de amnistía. La única salida a esta guerra serán las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea, donde ya hay planteada una cuestión de prejudicialidad por parte del Tribunal de Cuentas sobre el delito de malversación, y la que, en su día, dictamine el Constitucional.
Mientras tanto, el conflicto se complica por la presentación de las querellas presentadas por los ultras de Vox y Hazte Oír en el Tribunal Superior de Catalunya que todavía no las ha admitido a trámite. La instancia ha pedido, también, a los mossos que le envíen todos los documentos que contengan la “planificación y elaboración del operativo”, su “desarrollo” y la “evaluación policial de la ejecución” del mismo.
Mientras tanto, los mossos detenidos acusados de haber ayudado a la huida de Puigdemont han declarado ante la jueza número 20 Barcelona, en funciones de guardia de incidencia y el juez de instrucción de Granollers. Uno de ellos ha pedido el “habeas corpus” que le ha sido desestimado. Es difícil acusarles de “encubrimiento” puesto que no se dan las condiciones. La otra posibilidad es acusarles de “abuso de la función pública favorecedor de la huida de un prófugo de la justicia”. Una acusación con escaso recorrido porque ya existe un precedente. La Audiencia Nacional absolvió a los dos agentes que escoltaron a Puigdemont por Europa durante su primera fuga. Y, además se da la circunstancia de que uno de ellos estaba fuera de servicio.
En cuanto a la hipotética declaración del secretario general de Junts, Jordi Turull, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya la ha desmentido. Ningún juez le ha llamado ni hay orden de detención contra él, según la alta instancia judicial territorial. En un principio se dijo que sería llamado a declarar, pero no ha sido así.
Lo que está claro es que Puigdemont ha desafiado al Estado otra vez más. Y el juez Llarena sospecha que ha habido complicidad por parte de “alguien” sin mencionar a nadie en concreto. La derecha judicial lo tiene claro y va más lejos. Los cómplices operan desde Moncloa. Les interesaba un pacto que salvase la cara de Puigdemont y, al mismo tiempo, permitiese la investidura de Salvador Illa y el apoyo de Junts en el Congreso para facilitar la estabilidad de la legislatura. Una teoría conspiranoica difícil de creer.