Nos resulta sencillo perdernos en indagaciones estériles y agotarnos con exploraciones que no sirven para nada. Buscamos la causa de nuestras desdichas con el fin de aplacar el dolor, y se trata de un buen planteamiento porque solo actuando sobre las causas podremos alterar el efecto que producen. Lo intuimos. Lo sabemos. Lo aprendimos. Pero una vez tras otra la experiencia nos devuelve a la casilla de salida, no importa que dejemos una relación que no funciona porque como si de un encantamiento se tratara, a pocos pasos nos toparemos con otra relación que, si no repite los patrones de la anterior, se le parecerá mucho. Con un “el mismo perro pero con distinto collar” podríamos resumir la historia de muchas facetas de la vida, a cada uno la que le toca aquella que le brinda las mejores oportunidades de crecimiento personal, pero no a todos por igual porque la vida solo resulta democrática en sus extremos.
Como ves, es hablar de vida y problemas y uno divaga y termina perdiéndose. Retomemos el hilo de mi exposición.
Buscamos porqués a los problemas apuntando en direcciones equivocadas: hacia fuera, hacia los demás, enfocándonos en las circunstancias. De este modo, nos eliminamos de la ecuación de nuestra propia vida cuando lo cierto es que somos la variable independiente, aquella que hemos de modificar para alterar el resultado final. Deja de buscar causas y culpables y pregúntate en más ocasiones para qué, sé el centro de tu existencia y toma las riendas. La responsabilidad personal es una gran olvidada en nuestra sociedad rebosante de víctimas que persiguen ser el centro de atención. El camino del victimismo es un camino, desde luego, pero no es el camino.
Hoy te explicaré esta cuestión a través de una analogía muy sencilla, quizá te hayas encontrado en esa situación en alguna ocasión, quizá estés en este momento atravesando algo similar o conozcas a alguien que sí. No importa, a través de las palabras de nuestra señora que acaba de darse cuenta de su para qué espero que descubras los tuyos y este hallazgo suponga para ti un paso hacia delante, uno bien grande.
Ella se habla a sí misma y lo hace con franqueza y la ligereza del que ya no teme. Dice así:
“He descubierto que el gran hombre que admiraba y cuya grandeza me hacía sentir diminuta no es más que un cobarde. Y que su elocuencia, pura palabrería sin sentido. Ni contenido. Me he dado cuenta de que con sus comentarios despectivos tan solo trataba de ocultar su miedo ante la posibilidad de que su mezquindad quedara al descubierto.
Siempre le molestó mi brillo e intentó hacerme creer que yo no valía y que se avergonzaba de mí porque no era suficiente. Ahora sé que no se trataba de vergüenza sino de miedo. Pánico a ser eclipsado y a que se descubriera su pequeñez. Envidia y celos al ver cómo yo brillaba sin proponérmelo y él no.
La responsabilidad personal es una gran olvidada en nuestra sociedad rebosante de víctimas que persiguen ser el centro de atención. El camino del victimismo es un camino, desde luego, pero no es el camino
¡Qué decepción! ¡Qué alivio! Un punto final a mi admiración. Una puerta abierta a mi triunfo. Lo sobrepasé hace tanto tiempo… ahora me doy cuenta.
Llevo toda mi vida haciéndome preguntas y ayer descubrí que no encontraba la respuesta porque no sabía plantearla adecuadamente. El problema no está en la respuesta. La dificultad, la traba, nunca se encuentra en el lugar que ocupa la solución. Eso es imposible. Hay una incompatibilidad repelente. En el sentido más amplio de esta palabra que rima con espeluznante. ¿No riman? En mi mente sí, en mi mente riman.
Siempre he creído que casarme con él fue el error de mi vida. No el único, pero sí uno lo suficientemente grande como para ganarse un artículo determinado. Un error importante. Con personalidad. Con consecuencias. Con pérdidas y sabor a derrota. Y ayer, tras formular la pregunta del modo correcto me di cuenta de que no fue un error. En absoluto.
Comprendí que todo depende del sentido que le otorguemos a la vida. De por qué, o mejor dicho, para qué creemos que transitamos por experiencias, alegrías y pesares una y otra vez sin cesar hasta llegar a la meta que debe ser algo así como el descanso eterno. No quiero descansar eternamente. Apenas me gusta descansar a ratos. Me aburro. Es un desperdicio. Vine a la vida a vivir, con sufrimiento también. Vine a la vida a sentir y ese verbo lo engloba todo, no solo lo bonito y agradable. También quiero que me inunde el sufrimiento porque no quiero vivir a medias. No quiero irme de aquí habiéndome privado de ninguna emoción. Las quiero todas. Las quiero sin censura. Sin temor.
Mi pregunta errónea, la culpable de mis pesares: ¿me equivoqué al casarme con él? Y la respuesta en mi mente era un sí rotundo porque no entendía la vida.
Creía que había nacido para ser feliz, para vivir en un remanso continuo de paz y felicidad. Y, desde luego, junto a él no la hallaba.
Pero ayer comprendí. Ayer la respuesta fue otra, fue un NO gigantesco que me gritaba lleno de lágrimas por la emoción del encuentro. Mi boda con él fue un gran acierto. A su lado he aprendido. He conseguido desarrollar talentos y habilidades que de no haber sido por sus pruebas continuas dormitarían en mí. Soy más paciente y tolerante. He aprendido a ser prudente y no pretender llevar siempre la razón. Escucho con atención porque deseo, desde la entraña, comprenderlo. Junto a él he aprendido a luchar tan solo por aquello que merece la pena, y casi nada la merece. Ahora no lucho tanto y acepto más.
El gran descubrimiento que hice ayer fue tomar conciencia de cuánto poder le he concedido y de que el auténtico error no fue mi enlace con él, sino no haber agradecido todo lo que me ha permitido aprender, cuánto he crecido a su lado y cuantas experiencias desastrosas compartidas me han convertido en la mujer que soy.
He decidido que iré a su encuentro y le diré: ‘Te doy las gracias profundamente aliviada. Y ahora, que ya no tengo nada más que aprender junto a ti, te digo adiós. Recupero mi poder. Ya no me importan tus gritos, ya no me influyen tus cambios de humor, tus idas y venidas. Gracias por hacerme crecer tanto. Gracias por estos años de dolor y sufrimiento. Ayer me miré a los ojos y descubrí un brillo diferente en mi mirada. Y sonreí. Y tomé una decisión. Te dejo’.
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Este sencillo tránsito del porqué al para qué, te lleva del victimismo a la toma de responsabilidad y de la pasividad a la acción. Como ves, hay un paso previo que nunca podemos eludir: aceptar. Reconocer la situación, abrazarla y, después, afrontarla.
Como herramienta, solo puedo recomendarte una: pregúntate tanto como puedas el para qué de aquellas situaciones que te perturban en la vida porque si descubres su esencia habrás encontrado un tesoro.
Si tienes alguna pregunta, escríbeme a [email protected] o deja tu comentario. Estoy aquí para escucharte.