Franco pudo estar detrás del asesinato de Miguel de Unamuno

01 de Diciembre de 2023
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Unamuno Salamanca

La historia que nos narra Carlos Sá en este libro más que un ensayo al uso casi podría definirse como una novela policíaca en la que el autor va tirando de documentos, libros y archivos hasta ahora no estudiados en profundidad para dar luz a un caso que, aunque en el olvido reciente, sigue siendo un auténtico enigma.

Aunque ya se había sugerido en varias ocasiones que la muerte de Miguel de Unamuno no había sido tan “natural”, como aseguraban las fuentes oficiales de la época, nunca se había documentado de una forma tan pormenorizada, exhaustiva y con tantos argumentos, tanto teóricos como prácticos, incluidas declaraciones y testimonios de los testigos de primera hora de aquella controvertida muerte, el posible asesinato del ex rector de la Universidad de Salamanca.

El personaje central de toda esta verdadera trama detectivesca, a medio camino entre Agatha Christie y Arthur Conan Doyle, es Bartolomé Aragón, un joven falangista alistado en la primera hora del “alzamiento nacional” del 18 de julio y que fue profesor en la Universidad de Salamanca en los que funge como rector de la misma Miguel de Unamuno. Abogado de profesión y propagandista fascista desde las páginas de un periódico onubense incautado por los falangistas tras el golpe de Estado del 18 de julio que dio comienzo a nuestra guerra civil, Bartolomé Aragón fue la última persona en ver a Unamuno el fatídico día de su muerte, el 31 de diciembre de 1936 en su casa de Salamanca, a las cuatro de la tarde.

Unamuno, que en aquella época era uno de los principales referentes nacionales e internacionales que había apoyado la “cruzada nacional” de Franco, se sintió muy pronto decepcionado por la deriva (criminal) que llevaba el régimen y por los numerosos asesinatos que cargaba a sus espaldas la incipiente dictadura de tintes fascistas. Entre algunos de los asesinados de primera hora del nuevo régimen se encontraban algunos amigos de Unamuno, como el profesor y masón Atilano Coco y el rector de la Universidad de Granada Salvador Vila, entre otros, por los que el viejo profesor intentó interceder ante Franco el 4 de octubre de 1936, pero sin ningún éxito en la diligencia ante un hombre sin conciencia ni ningún atisbo de humanidad. 

Las divergencias de Unamuno con el nuevo régimen

Tras haber apoyado el golpe del 18 de julio, Unamuno cambia de opinión y muy pronto sus divergencias se harían notorias. El 12 de octubre de 1936, fiesta de la hispanidad y la raza, Franco designa a Unamuno como su representante oficial en un acto festivo dedicado a tal efeméride y donde participaron la esposa del dictador, el fundador de la Legión,  José Millán-Astray, y otras autoridades junto al rector. El acto llegaría a caldearse tras las palabras del rector, en las que acusa a los golpistas de estar llevando una guerra de extermino y aseverando que “vencerán pero no convencerán”, llegando a la tensión a su punto álgido cuando Millán-Astray gritaría su famoso “¡Muera la inteligencia¡”, en pleno discurso del viejo profesor, ya demasiado viejo para rebatirle y también demasiado tarde para arrepentirse por haber apoyado una causa que no venía a salvar a la república, sino a transformarla en una dictadura autoritaria, personalista y de corte fascista.

A partir de ese momento, en que se escenifica la ruptura entre Unamuno y el dictador Franco, que era el amo y señor del nuevo régimen naciente, su caída en desgracia es cuestión de días. Fue cesado inmediatamente como rector, se le recluye en su casa de forma obligatoria -Unamuno la denominaría su “prisión”-, le sería asignada vigilancia de forma permanente y, en fin, que Unamuno pasaba de ser uno de los principales apoyos de la nueva dictadura a ser un sospechoso de estar conspirando contra la misma, algo que realmente haría a través de su correspondencia con determinadas figuras intelectuales de toda Europa y otras partes del mundo.

Evidentemente, la nueva dictadura emergente, cuya naturaleza policíaca y persecutoria al estilo de los regímenes fascistas de Italia y Alemania era evidente y notoria, empezaría a vigilar todos los movimientos y acciones de Unamuno. Aquí entra en acción el nuevo Servicio de Inteligencia Militar (SIM) de Franco, al que se le encomendara la misión de interceptar todo el correo del escritor y revisarlo, tanto hacia el exterior como el que recibía Unamuno, y de vigilar su casa las veinticuatro horas del día ante la sospecha de que el escritor pudiera intentar huir hacia el exterior, tal como había expresado en alguna de sus cartas ya leídas por sus perseguidores. Franco no iba a tolerar que Unamuno se fuera al exterior a denunciar sus crímenes y tropelías en plena Guerra Civil.

Una de esas cartas, dirigidas al escritor norteamericano Henrry Miller, fue clave para que el régimen quizá tomara la decisión de evitar a toda costa que el abandono de Unamuno a la nueva causa tuviera una dimensión internacional y sortear un escándalo de mayores dimensiones, aunque el precio a pagar fuera la eliminación física del escritor. Unamuno, que ya había sido señalado como un apestado tras el enfrentamiento con Millán-Astray, no sospechaba hasta que punto los alzados en armas que en un principio había apoyado, por razones éticas y morales ante una república que se había desdibujado con respecto a sus objetivos iniciales, estaban dispuestos a llegar. 

Aragón y el "tercer hombre"

Unos días antes de la muerte de Unamuno, el soldado, esbirro y fiel falangista Bartolomé Aragón se desplaza a Salamanca, en aquel entonces la corte de la nueva dictadura tras haber fracasado en su intento por tomar Madrid, y allí cierra una cita con Unamuno para el día 31 de diciembre. Según su versión, cuando está reunido con el ex rector de la Universidad de Salamanca en su casa de la calle Bordadores, en pleno centro de Salamanca, Unamuno se siente indispuesto y muere en apenas unos minutos sin que nadie pudiera hacer nada, incluido él mismo que asiste como único testigo a su óbito. Luego de esa escena, en la que hubo gritos, amagos de discusión y una tensa reunión entre ambos por las ideas políticas de Aragón, llegaría al tétrico escenario la empleada de servicio de Unamuno, Aurelia, y se llamaría a un médico, que ya nada podría hacer por la vida de este filósofo universal.

Según el autor del libro, que recoge como fuente principal al escritor Ernesto Jiménez Caballero y también algunos informes del SIM, Franco se enteró esa misma tarde de la muerte de Unamuno y cuando la conoció esbozó una tímida sonrisa en una suerte de reunión familiar. Es probable que Bartolomé Aragón no eliminara a Unamuno en persona y es ahí donde surge la tesis del “tercer hombre”, que probablemente era el vigilante policial que día y noche custodiaba al ex rector y que, aprovechando la entrada del falangista, se incorporara a la reunión y perpetraría el crimen. Nunca se realizó ninguna autopsia al desaparecido filósofo y fue enterrado sin más con ciertos honores en el cementerio de Salamanca, pero no cabe duda de que todas las pistas apuntan y abundan en la sospecha de que detrás del supuesto crimen estaba la mano de Francisco Franco Bahamonde. Franco, ese dictador frío e indiscutible, nunca perdonaría la traición de Unamuno a su causa ni mostraría a lo largo de su vida algo de piedad con los que siempre consideró sus enemigos políticos. 

Desgraciadamente, cuando han pasado 87 años desde estos hechos, nos faltan algunas cartas de Unamuno, tanto las que le enviaron como las que enviara antes de morir, y algunos documentos sensibles, en manos de algunos implicados en el caso, que nos darían más luces acerca de este caso que sigue gravitando sobre la historia de España como un arcano indescifrable. Pese a todo, este libro nos aporta más luces que sombras y es de obligada lectura para entender la historia de un asesinato que tiene más de complot de Estado que de “muerte natural”.

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