Cada día que pasa se conocen más detalles sobre el oscuro pasado de Donald Trump como confidente del KGB (el antiguo servicio de Inteligencia soviético hoy reconvertido en FSB). Las revelaciones de Alnur Mussayev, el antiguo director del Servicio de Seguridad Nacional de Kazajistán (ex república de la Unión Soviética) que apunta a Trump como “activo” de los servicios de inteligencia rusos, inquietan y mucho en Washington. Según este oficial, el KGB reclutó a Trump en 1987 bajo el alias de Krasnov y desde entonces el político estadounidense ha estado pasando información sobre la política y las finanzas de su país a Moscú. Cada día que pasa se acumulan más evidencias sobre esa turbia conexión.
Las sospechas de la rusofilia de Trump han sido investigadas por las autoriades norteamericanas y plasmadas en un documento oficial: el informe Mueller de 2019, encargado por el Departamento de Justicia de EE.UU. Fue en ese expediente donde se analizó exhaustivamente la injerencia rusa (mediante el empleo de la guerra híbrida, hackers y tácticas de bulos y desinformación) durante las elecciones estadounidenses de 2016, que los demócratas de Hillary Clinton perdieron frente al magnate estadounidense cuando todas las encuestas daban ganadora a la congresista y esposa de Bill Clinton. Aunque los inspectores encontraron “vínculos entre el Gobierno ruso y la campaña política de Trump”, no se pudo establecer que los colaboradores del hoy presidente conspiraran o “se coordinaran con Rusia en sus actividades de interferencia electoral”. Finalmente, el fiscal especial Robert Mueller, asignado al caso de las injerencias del régimen de Putin en los comicios americanos, no pudo (o no quiso) presentar cargos contra el líder del movimiento MAGA, y el expediente fue apilado en los archivos de la Administración. Todo ello a pesar de que el 14 de junio de 2017, con Trump ya en el poder, el Washington Post informó de que Mueller estaba investigando personalmente al presidente por posible obstrucción a la justicia, en referencia a la investigación de la trama rusa.
Finalmente, Mueller presentó cargos contra dos asesores en la órbita de Trump, Paul Manafort y Rick Gates, que realizaron un supuesto trabajo de consultoría para instaurar un Gobierno prorruso en Ucrania. A ambos se les acusó de 12 cargos, entre ellos blanqueo de capitales, falsedad y conspiración contra los Estados Unidos. Manafort se declaró culpable de dos cargos criminales, el de conspiración con los rusos y conspiración para manipular testigos. Gates fue liberado bajo una fianza de 5 millones de dólares.
A pesar de las intensas presiones, Mueller llegó a arrancar una confesión del exasesor de seguridad nacional Michael T. Flynn, quien se declaró culpable de haber mentido al FBI sobre sus contactos con el embajador ruso Sergey Kislyak. El hijo del asesor, Michael G. Flynn, también se vio salpicado al saberse que altos funcionarios del equipo de Trump lo pusieron en contactos con los rusos. El escándalo fue mayúsculo, pero una vez más los peones republicanos movieron sus hilos en la Justicia para salvar al rey.
Muchas de las cosas que se decían en el informe Mueller quedaron ocultas, sin publicarse bajo el pretexto de que ponían en peligro la seguridad nacional. El fiscal general William Barr llegó a reconocer que no estaba seguro de la conveniencia de hacer público el dosier y la opinión pública empezó a sospechar que algo se trataba de ocultar. Chuck Schumer, líder de los demócratas en el Senado, mostró su preocupación por la connivencia de la Fiscalía con el Trump del primer mandato. “El fiscal general Barr no debe entregarle al presidente, a sus abogados o a su personal cualquier anticipo de los hallazgos o pruebas del fiscal especial Mueller”, aseguró alertando de las maniobras para enterrar el currículum ruso de Donald Trump. Además, el líder de los demócratas en el Senado instó a hacer público el informe completo y sus conclusiones al Congreso.
Para Barr, el informe Mueller era un incordio, una piedra en el zapato en su carrera hacia puestos más elevados de la judicatura. De hecho, cuando pasó el vendaval, llegó a trabajar como fiscal general bajo la propia Administración de Trump, aplicando medidas autoritarias en la línea del trumpismo oficial, como la restricción de las normas del derecho de asilo y refugiados. Además, en junio de 2020 defendió el uso de gas lacrimógeno y balas de goma contra los manifestantes que tomaron parte en el asesinato del ciudadano negro George Floyd a manos de policías racistas. El 15 de diciembre de 2020 anunció su dimisión tras concretarse la victoria del presidente Joe Biden, pero para entonces el expediente Mueller ya dormía el sueño de los justos. El trumpismo supo cómo tapar el escándalo que suponía saber que Trump había mantenido relación con el KGB en el pasado. En esos días, Trump espetó a un periodista que le preguntaba por el affaire: “Nunca trabajé para Rusia. Es una vergüenza que hagas siquiera esa pregunta. Todo es un gran engaño”. El líder republicano alegó que todo era una “caza de brujas” contra él e insistió en que había ganado las elecciones limpiamente, sin ayuda del Kremlin, porque había sido mejor candidato que su oponente Clinton.
Las mentiras de Trump sobre sus servicios y favores a Putin (que hoy ha logrado colocar a un hombre afín al frente de la primera democracia del mundo) no impedirán que se sepa toda la verdad. El expediente judicial está archivado, pero los grandes periódicos de la prensa libre americana no dan por cerrado el caso y siguen tirando del hilo. Sin duda, tendremos más noticias sobre el agente secreto Krasnov, hoy confortablemente sentado en la Casa Blanca. Y a no mucho tardar.