Donald Trump ha vuelto a cruzar una línea roja. Desde la Casa Blanca, y como ya es costumbre, el presidente de Estados Unidos ha lanzado una nueva ofensiva contra el poder judicial, esta vez exigiendo al presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, que tome medidas contra los jueces federales que han suspendido varias de sus órdenes ejecutivas. Una petición que más parece un ultimátum y que profundiza su enfrentamiento con las instituciones encargadas de garantizar el equilibrio democrático.
A través de Truth Social, la red social de su propiedad, Trump arremetió contra lo que calificó como una “situación tóxica y sin precedentes” provocada por magistrados “radicales” y “lunáticos” que, según él, están llevando al país al borde de la destrucción. Sin aportar pruebas, como es norma habitual, sugirió que estos jueces están actuando con fines políticos y que deberían ser neutralizados por el Supremo.
Un presidente en guerra con la Justicia
Trump no se limitó a expresar su desacuerdo con ciertos fallos judiciales, sino que directamente cuestionó la legitimidad de los jueces que los firmaron. “¡Los mandatos judiciales nacionales ilegales de jueces de izquierda radical podrían conducir a la destrucción de nuestro país!”, escribió. Para el presidente, las decisiones judiciales que bloquean su agenda no son parte de un sistema de pesos y contrapesos, sino obstáculos de una conspiración en su contra.
Según el propio Trump, “los abogados buscan incansablemente a estos jueces” para interponer demandas y frenar sus políticas desde los tribunales. De paso, instó a las agencias gubernamentales a revocar esas decisiones judiciales, en una peligrosa sugerencia de insubordinación institucional.
La narrativa del enemigo interno
Lo más alarmante no es el tono —ya habitual— de sus declaraciones, sino el fondo de las mismas. Trump considera que los jueces que lo contradicen están usurpando funciones presidenciales sin haber sido electos, en una declaración que desconoce completamente la función del poder judicial dentro de una república constitucional.
“Estos jueces quieren asumir los poderes de la Presidencia sin tener que conseguir 80 millones de votos”, dijo en un claro intento por equiparar autoridad democrática con obediencia ciega a su figura. Para Trump, gobernar es mandar, y quien le pone límites, está fuera del juego.
El Estado de Derecho, en la mira
Las críticas del presidente se producen luego de que varios tribunales federales suspendieran medidas clave de su segundo mandato, como la deportación masiva de migrantes venezolanos, la prohibición a personas trans de servir en el Ejército o el despido arbitrario de empleados en periodo de prueba. Todas ellas, decisiones polémicas que han sido impugnadas por organizaciones de derechos humanos.
En lugar de defender sus políticas con argumentos jurídicos o políticos, Trump ha optado por deslegitimar a quienes se le oponen, presentando al sistema judicial como una banda de saboteadores al servicio de una izquierda imaginaria. Su discurso es claro: o el país se pliega a su visión, o está condenado.
Una democracia puesta a prueba
El ataque directo al presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, marca un nuevo capítulo en la tensión entre el Ejecutivo y el Judicial. Roberts, que ya ha tenido desencuentros con Trump en el pasado, se convierte ahora en el blanco de una presión abierta para alinear la Corte con los intereses del presidente. El silencio del Supremo hasta el momento es tan elocuente como inquietante.
Este episodio no es un accidente ni un arrebato pasajero. Es parte de una estrategia más amplia para debilitar los contrapesos institucionales y gobernar por decreto. Trump no quiere negociación ni moderación: quiere poder sin límites.