El juez Llarena busca a los responsables del espectáculo surrealista (esperpéntico más bien) que se vivió ayer en Barcelona. El magistrado quiere saber cómo Carles Puigdemont, un fugitivo de la Justicia, pudo cruzar la frontera francesa (competencia del Gobierno español), llegar hasta la Ciudad Condal, hacer noche allí, pasearse por la calle al día siguiente, soltar un mitin ante tres mil personas en un escenario montado al efecto junto al Arc de Triomf y con las mismas esfumarse en un truco de magia para la historia, sin que nadie le tocara un pelo. Llarena está con la mosca detrás de la oreja y empieza a sospechar que alguien allí arriba, en las altas esferas, en los pasillos del poder, se la ha vuelto a jugar al pasarse por el arco de triunfo (nunca mejor dicho) sus inútiles órdenes de detención.
Es evidente que lo que vimos ayer estaba pactado. Hay que ser muy ingenuo para tragarse que tres cuerpos policiales como los Mossos, el CNP y el CNI no estaban enterados de que se iba a montar un gran escenario para un evento multitudinario. Se sabía, claro que se sabía. Como también se sabía que a Puigdemont le habían preparado una vía de escape rápida y segura que le devolvería de nuevo a su guarida en Waterloo. Y fue así sencillamente porque todo obedecía a una operación política, alta política, que reportaba grandes beneficios para el Estado como terminar de sofocar el incendio en una comunidad autónoma, recuperar el respeto a las instituciones catalanas (ultrajadas y vilipendiadas por una banda de antisistemas que las pisotearon sin pudor en 2017) y abrir un nuevo tiempo en Cataluña, dejando atrás los años oscuros del procés. Ayer fue el primer día de la era Illa y el último de la era Puigdemont, a quien solo le quedaba despedirse, la fiesta final con payasos, pirotecnia y confetis. Eso es lo que fue su acto de ayer: una despedida tan triste como decadente.
Hoy deberíamos felicitarnos de que la normalidad democrática vuelva a Cataluña, pero la caverna judicial se ha empeñado en poner palos en las ruedas de la normalización y retornar a los escenarios de enfrentamiento de siempre. Con el fin de tratar de reunir todos los datos posibles, el magistrado Llarena ha empezado a pedir informes, papeles, cosas. Cuentan las fuentes judiciales que el hombre se ha agarrado un buen cabreo y que está que trina. De modo que ya tenemos pollo judicial a la vista. Llarena promete abrir causa general para depurar responsabilidades poniendo a Pedro Sánchez, una vez más, en el centro de la diana. ¿Hubo un pacto entre el presidente del Gobierno y Carles Puigdemont para respetar la investidura de Salvador Illa, un trato secreto mediante el cual el líder de Junts se comprometía a ejecutar su último numerito o performance, sin interferir en los trámites democráticos, al tiempo que el Estado español hacía la vista gorda para no ponerle los grilletes? Sin duda esa hipótesis, que hoy pone encima de la mesa Diario16, sería una operación arriesgada para Moncloa, ya que Puigdemont no deja de ser un prófugo de la Justicia y quien colabore con él estará cometiendo un delito en grado de complicidad o encubrimiento. Eso lo sabe Llarena, que ha olido el rastro de la sangre, la carnaza, el filón. Un nuevo paquete para Sánchez, que ya tiene muchos frentes abiertos como el de su esposa, Begoña Gómez, y algún que otro hermano que últimamente está saliendo en los papeles.
Si ayer Puigdemont consumó una espectacular performance, hoy empieza la contraperformance, en este caso la judicial. O sea, otra escena de una tediosa función que no lleva a ninguna parte. La política española se ha convertido en un corral o patio de comedias donde todos los actores entran y salen de escena, disfrazados, enmascarados, interpretando un papel. Sainetillos y entremeses, capa y espada, burladores y burlados. Pura dramaturgia clásica al más puro estilo de nuestro conspicuo Siglo de Oro. Llarena sabe que tiene poco que rascar por ese camino de volver a judicializar el conflicto, ya que los problemas políticos (y el conflicto catalán lo es, eso ya debería haberlo aprendido después de los reveses que le han dado los tribunales europeos en estos siete años), deben ser resueltos por la vía de la negociación y el diálogo, no descalabrando jubilados a pie de urna ni llevando a presidentes del Gobierno al cadalso por cualquier minucia. Porque, no nos engañemos, lo que pretende hacer el juez Llarena no es solo reactivar las euroórdenes de detención, ni siquiera encontrar a los responsables de la burda farsa de ayer en Barcelona (cuatro mossos de baja laboral con demasiado tiempo libre que juegan a tontos útiles o salvapatrias de los catalanes), sino dejar en papel mojado la ley de amnistía. Ese es el objetivo único y último de la ofensiva judicial: arrestar a Puigdemont para desactivar la ley de amnistía y de paso dejar KO a Sánchez.
Llarena y Marchena, Marchena y Llarena, que tanto montan, hace mucho tiempo que ya no hacen justicia, sino política. En un Estado democrático las leyes emanan del pueblo a través del Parlamento, sede de la soberanía nacional, y los jueces, les guste o no, las aplican, no las interpretan a su antojo, ni las recortan o cercenan, ni las retuercen con calzador para amoldarlas a una determinada ideología conservadora. Llarena podrá reactivar cien órdenes de arresto contra el líder de Junts; llamar a declarar a los topos indepes de la Generalitat, a Marlaska, a Bolaños y hasta a Pedro Sánchez, si se tercia; y abrir una nueva caza de brujas contra el Gobierno rojo/separatista/traidor. Nada de eso servirá de nada. Illa va a gobernar durante los próximos cuatro años que prometen ser bastante más productivos que la última década perdida en mentiras, ensoñaciones y aventuras delirantes, mientras que Puigdemont se va a comer una buena temporada en Waterloo. Ayer el exhonorable demostró que es tan cobarde que ni siquiera se atrevió a entrar en el Parlament para votar no a la investidura de Illa, pese a que se lo había prometido a sus adeptos. No es un héroe de nada, es un ser temeroso y acorralado que no para de correr de acá para allá, con ingeniosos trucos de escapismo, para que la policía no le eche el guante. Ya es historia, leyenda, un icono para muchos antisistema de estos convulsos tiempos de posverdad que nos ha tocado vivir. Pero, en cualquier caso, parte de un pasado oscuro al que muy pocos quieren volver. El procés, ahora sí, está muerto. Por mucho que algunas togas se empeñen en mantenerlo vivo.