Sánchez regala millones de votantes a Ayuso, Abascal y Alvise

La decisión de obligar a tributar a los perceptores del SMI provocará que millones de personas se unan al negacionismo del pago de impuestos que abanderan el neoliberalismo radical y la ultraderecha

13 de Febrero de 2025
Actualizado el 15 de febrero
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Sanchez regala votos
Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados | Foto: PSOE

«Ni Judas se atrevió a tanto». Esta frase se está volviendo cada vez más habitual cuando los ciudadanos hablan de determinadas medidas de Pedro Sánchez, y no sólo en boca de personas de derechas, sino también en un número cada vez mayor de los votantes del PSOE.

Ya pasó con las cesiones de más de 300.000 millones de euros de dinero público a Carles Puigdemont, al independentismo catalán y al nacionalismo vasco que sirvieron como pago para mantener a Sánchez en la Moncloa. Ya pasó con la Ley de Amnistía, rechazada por más del 70% de las personas que habían votado al PSOE en las elecciones del 23J. Todo ello sin contar con las implicaciones, de momento éticas, de las causas judiciales abiertas al entorno más cercano al presidente del Gobierno.

Son demasiados asuntos en los que Pedro Sánchez va regalando votos, un puñadito por aquí, otro por allá y, al final, el resultado será el que millones de personas querían evitar: la posibilidad real de que la extrema derecha volviera a ocupar una porción de poder estatal.

La instrumentalización por parte de PP y PSOE del decreto ómnibus fue un golpe duro para la izquierda porque, al final, a nivel popular triunfó el relato por el que Sánchez había utilizado la revalorización de las pensiones para «colar» otras medidas de carácter más ideológico. Ahora llega la cuestión de la tributación a Hacienda para los perceptores del salario mínimo interprofesional (SMI), una decisión unilateral de la ministra María Jesús Montero que, además del rechazo por parte de la oposición, ha generado una guerra del PSOE contra sus socios, tanto de gobierno como parlamentarios. La misma tarde del martes, se registraron sendas proposiciones para revertir la decisión de la ministra de Hacienda, proposiciones que, a buen seguro, contarán con el apoyo mayoritario del Congreso de los Diputados porque el Grupo Socialista se quedará solo, una vez más.

El hecho de hacer tributar a los perceptores del SMI es terrible, pero las consecuencias van más allá, dado que se da munición a los negacionistas de los impuestos (extrema derecha) o a los ultraliberales (Isabel Díaz Ayuso).

España es un país en el que no se ha hecho pedagogía de la importancia del pago de impuestos, un país en el que cada día que pasa se pretende eludir la responsabilidad ciudadana respecto al mantenimiento del estado del bienestar. En España se piensa que el dinero que cada ciudadano aporta a las arcas públicas es «un robo». De eso se aprovecha la extrema derecha y los ultraliberales para lanzar ese mensaje tan peligroso de «el dinero mejor en el bolsillo del ciudadano».

La doctrina ultraliberal se centra en la idea de que el individuo es el mejor gestor de sus propios recursos y que el Estado no debe interferir en la libre determinación económica de las personas. Se sostiene que los impuestos constituyen una forma de coacción, al obligar a los ciudadanos a transferir parte de sus ingresos sin el consentimiento directo. Desde esta posición ideológica, el Estado debe limitarse a funciones mínimas, dejando que el mercado se autorregule en la provisión de bienes y servicios. La eliminación de impuestos es vista como un paso esencial para reducir la intervención estatal en la economía.

Se cree que los mercados libres, al no estar distorsionados por la carga fiscal, asignan recursos de manera más eficiente. La ausencia de impuestos incentivaría la inversión, la innovación y el emprendimiento, promoviendo un crecimiento económico orgánico basado en la competencia y la iniciativa privada.

Lo que no afirman es que el estado del bienestar, los derechos a la sanidad, la educación o las pensiones, quedan eliminados. Las consecuencias son gravísimas, tal y como se puede comprobar en la situación de los Estados Unidos, donde la sanidad es un lujo que las clases trabajadoras no se pueden permitir, donde la educación es el primer paso para introducirse en el círculo del endeudamiento dado que los estudiantes precisan de créditos que pagan durante décadas después de haber logrado un título universitario.

No hay más que ver las declaraciones que realizó Antonio Garamendi, presidente de la CEOE, en las que propuso que los trabajadores cobraran la nómina bruta total y que fueran ellos los que pagaran las cotizaciones a la Seguridad Social. Esta propuesta, en un país como España, sería el fin de las pensiones, puesto que los impagos serían recurrentes. Pongamos un ejemplo. Un empleado que con un salario bruto mensual de 1.200 recibiría, con la fórmula de Garamendi, aproximadamente 1.600 euros. Esto, explicado así, es un incentivo para el negacionismo fiscal, puesto que el trabajador, posteriormente, tendría que pagar el IRPF y la cotización a la Seguridad Social. En consecuencia, terminaría cobrando lo mismo, lo que implicaría un rechazo aún mayor a la aportación al pago de los servicios públicos.

En España falta mucha pedagogía, sobre todo a la hora de que la ciudadanía conozca las consecuencias reales de las políticas de eliminación de los impuestos. Suprimirlos implicaría una reducción abrupta de los recursos necesarios para financiar servicios esenciales como salud, educación, seguridad, infraestructura, justicia y programas sociales. La ausencia de ingresos fiscales obligaría a los gobiernos, además, a recurrir a financiación externa o interna (endeudamiento) para mantener el gasto público. Esto tendría como consecuencia directa un aumento del déficit fiscal y, a medio o largo plazo, en problemas de sostenibilidad de la deuda. Eso es lo que le sucedió a Estados Unidos como consecuencia de las políticas fiscales del primer mandato de Donald Trump.

Por otro lado, sin los recursos provenientes de los impuestos, la inversión en infraestructura crítica (carreteras, puentes, redes de comunicación, energía) y en capital humano (educación y salud) se vería comprometida, lo que afectará a la competitividad y el desarrollo económico a largo plazo. La falta de inversión pública también acentuará las diferencias entre regiones, ya que las zonas con menor capacidad para generar recursos por sí mismas sufrirán más los recortes. De esto no hablan ni los ultras ni los neoliberales radicales. El problema es que tampoco lo hacen los defensores de lo público.

Uno de los objetivos de la política fiscal es corregir desigualdades mediante la redistribución de los ingresos, utilizando impuestos progresivos que graven en mayor medida a quienes tienen más recursos y canalizando esos fondos hacia servicios y subsidios para los sectores más vulnerables. Esta es la teoría. La realidad es que los gobiernos no se atreven a aplicar a las rentas altas y las grandes empresas las tasas impositivas que les corresponderían y se focalizan en lo que tienen más controlado, es decir, los ingresos de las clases medias y trabajadoras. Este hecho lo que hace es que la gente piense que las políticas fiscales son «confiscatorias».

Eso sí, la supresión de los impuestos eliminaría este teórico mecanismo redistributivo, lo que podría derivar en una mayor concentración de la riqueza y un ensanchamiento de las brechas socioeconómicas. La falta de recursos para financiar programas sociales afectará directamente a las capas más desfavorecidas de la sociedad. Una disminución en la capacidad del Estado para ofrecer servicios básicos erosionará, además, la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, generando malestar social y aumentando el riesgo de conflictos o inestabilidad política. La eliminación de mecanismos redistributivos alimentará la polarización entre grupos con distintos niveles de poder económico, con posibles repercusiones en el tejido social.

Tanto los ultras como los neoliberales radicales afirman que la supresión de los impuestos incrementará los ingresos disponibles de los consumidores y reducir los costes para las empresas, lo que a corto plazo podría estimular el consumo y la inversión privada. Sin embargo, la idea de que los beneficios fluyan de manera automática a todos los estratos de la sociedad (efecto de goteo) es controvertida. La mayor acumulación de recursos en manos privadas podría no traducirse en inversiones productivas ni en mejoras significativas para la mayoría, generando una desigualdad sistémica.

Por otro lado, los activos principales del estado del bienestar tienen características de no exclusión y no rivalidad. El sector privado, motivado por el lucro, no ofrece estos activos en condiciones de accesibilidad universal. La ausencia de impuestos comprometería la capacidad del Estado para intervenir y corregir estas fallas del mercado. Sin un flujo constante de recursos, el Estado se verá limitado en su capacidad para implementar políticas de largo plazo, invertir en investigación y desarrollo o promover la innovación, lo que a la larga afecta el crecimiento económico sostenido.

Todas estas cuestiones y otras relacionadas con la salud del sector financiero y la confianza internacional no están dentro de la pedagogía que se hace en otros países del entorno europeo en los que la ciudadanía está concienciada desde la infancia del retorno que tiene el pago de impuestos.

En consecuencia, con la ofensiva antiimpuestos de Vox, Alvise e Isabel Díaz Ayuso, la decisión de la parte socialista del gobierno de que los perceptores del SMI tributen se convierte en un arsenal de bombas racimo contra Sánchez porque, no se olviden, el populismo de extrema derecha tiene sus caladeros en, precisamente, los votantes de rentas bajas y medias.  

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