La herencia franquista que la derecha protege

El revisionismo histórico de la derecha no busca reconciliar, sino proteger a los herederos ideológicos del dictador

08 de Mayo de 2025
Actualizado a las 10:56h
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La herencia franquista que la derecha protege

El negacionismo de la derecha y la extrema derecha amenaza con imponer un relato adulterado del pasado español. Frente a su intento de borrar los crímenes del franquismo, la memoria histórica sigue siendo una trinchera ética y democrática.

En España, el pasado no pasa. O, más bien, hay quien se resiste a que pase de verdad. Las fosas siguen abiertas, los nombres siguen desaparecidos, y las heridas siguen supurando bajo la superficie de una democracia construida, en parte, sobre el silencio y la impunidad. En este contexto, la ofensiva de la derecha y la extrema derecha contra la memoria histórica no es un debate historiográfico, sino un proyecto ideológico peligroso: quieren borrar los crímenes del franquismo para blanquear a los herederos de aquel régimen. Y lo hacen con arrogancia, cinismo y una estrategia cada vez más agresiva en lo político, mediático y jurídico.

La derecha española y su cruzada contra la memoria

El rechazo a la memoria democrática por parte de la derecha no es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha adoptado un tono particularmente virulento. Lo que empezó siendo una incomodidad ante las exhumaciones o las menciones al Valle de los Caídos, ha evolucionado hacia un revisionismo abierto y desacomplejado. No sólo se cuestiona la Ley de Memoria Democrática o se banaliza el dolor de las víctimas: se reivindica el franquismo como una etapa supuestamente necesaria, incluso beneficiosa, para España.

Este revisionismo se expresa con claridad en los discursos de VOX, que directamente niega que el franquismo fuera una dictadura represiva, y en la actitud del Partido Popular, que aunque más sutil, boicotea activamente las políticas de memoria allá donde gobierna. El argumento es siempre el mismo: que mirar al pasado divide, que hay que superar “las dos Españas”, que no se puede “reabrir heridas”. Pero en realidad lo que pretenden es cerrarlas en falso, sin verdad ni justicia.

La estrategia es tan antigua como eficaz: poner en pie de igualdad a víctimas y verdugos, acusar a los republicanos de los mismos crímenes que al régimen franquista, presentar la Guerra Civil como un conflicto entre extremos igualmente bárbaros, y finalmente lavar la imagen del dictador como un mal menor que salvó a España del caos. Esta falsa equidistancia no sólo es una mentira histórica; es una obscenidad moral. No hubo simetría entre quienes defendían la democracia y quienes la bombardearon. No se puede comparar a quien luchó por derechos con quien los abolió.

Además, la derecha sabe que remover el pasado implica revisar los pactos de la Transición, que enterraron bajo una capa de consenso muchas complicidades con el franquismo. Por eso reaccionan con furia ante cada intento de reparación simbólica, cada retirada de una calle con nombre de golpista, cada fosa que se abre. Defienden el silencio porque les beneficia. No hay neutralidad posible: o estás con la memoria, o estás con la desmemoria.

El franquismo sigue vivo en la impunidad

A casi medio siglo de la muerte de Franco, España arrastra aún los escombros de su dictadura. No sólo en términos simbólicos, sino en estructuras de poder, en apellidos que se repiten en consejos de administración y tribunales, en relatos que dominan libros escolares y platós de televisión. La derecha no sólo se niega a condenar el franquismo con claridad: lo protege, lo reivindica, lo integra en su identidad nacional.

La persistencia del franquismo no es solo memoria mal cerrada, es una renuncia colectiva a asumir el coste de la verdad. Mientras otros países construyeron relatos democráticos sobre la base del reconocimiento a las víctimas de sus dictaduras o regímenes autoritarios, en España se optó por el olvido institucionalizado. Y cuando por fin se empezaron a abrir grietas —con la Ley de Memoria Histórica de 2007 y más tarde con la Ley de Memoria Democrática—, la reacción conservadora fue inmediata y feroz.

La extrema derecha ha llegado a proponer ilegalizar asociaciones memorialistas. Han llamado “sectaria” a cualquier iniciativa que busque exhumar a los desaparecidos. Se burlan de las cunetas en el Congreso, ignoran los informes de la ONU que denuncian el abandono de las víctimas del franquismo y promueven un nacionalismo nostálgico de cruz y espada. Esta no es una diferencia política más. Es una amenaza frontal a los valores democráticos.

Frente a esto, la memoria no es un lujo, es una necesidad histórica. No hay democracia plena sin justicia, sin reparación, sin verdad. La memoria no divide; lo que divide es el desprecio por la memoria. Y lo que perpetúa las heridas no es recordarlas, sino ignorarlas o justificarlas. Cada calle que aún honra a un criminal franquista, cada juez que se niega a investigar un crimen de lesa humanidad por estar “prescrito”, cada gobierno que retira recursos para exhumaciones, es cómplice de esa desmemoria planificada.

Callar no es pacificar. Olvidar no es reconciliar. La derecha que quiere borrar la historia sólo teme que el relato verdadero ponga en cuestión sus privilegios, sus mitos y su legitimidad moral.

 

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