Nadie duda de que Junts Per Catalunya está oponiéndose a las medidas del gobierno progresista porque su dirigente, Carles Puigdemont, está molesto por su trayectoria judicial. No vale justificar el incumplimiento de medidas, como la transferencia de las competencias en materia de inmigración a Catalunya, para saber por donde van los tiros. El inquilino de Waterloo está molesto porque la amnistía no le beneficia, algo que le prometieron los socialistas cuando se pactó la investidura de Pedro Sánchez. Y su represalia consiste en negarse a votar a favor de cualquier iniciativa parlamentaria. Está en la oposición pura y dura y hace pinza con la derecha. El problema es que está dando una patada a Sánchez en el culo de colectivos tan determinantes a la hora de ejercer el voto como son los pensionistas y los ciudadanos vulnerables.
La rabieta de Puigdemont no obedece a eso que llaman en Junts “los incumplimientos de Madrid” sino a la guerra de los jueces contra su persona. La sala de Lo Penal del Tribunal Supremo está ganando la batalla. Igual que lo hacen con el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, o en la Audiencia Nacional con los testimonios de Víctor de Aldama, el principal conseguidor del Caso Koldo, o en los juzgados de Madrid, a la cabeza de los cuales se encuentra el magistrado Juan Carlos Peinado que insiste en buscar pruebas contra la mujer de Sánchez en ese intento de desgastar al gobierno progresista. Está claro. Los jueces quieren la cabeza de Sánchez y van ganando la partida.
De nada sirven los llamamientos de la presidenta del poder judicial, Isabel Perelló, pidiendo a los miembros de la carrera judicial “mayor independencia” cuando, a renglón seguido, habla de que se “está cuestionando el estado de derecho”. Hace un flaco favor utilizando estos argumentos que la derecha judicial se encarga de instrumentalizar. La oposición de los jueces es tan destructiva como la del PP y Vox en el Parlamento. La última ha sido descalificar el intento de reforma del acceso a la carrera judicial previsto en el anteproyecto de ley que el ministerio de Justicia pretende enviar a las Cortes en la primavera con escasas posibilidades de que salga adelante tal y como están las cosas en el Congreso.
Miembros de la judicatura, incluso del sector progresista, aseguran que no es necesario “democratizar" el acceso a la profesión de juez. Algún magistrado ha señalado que “la extracción social de los aspirantes a opositores confirma que no dependen de las familias para prepararse”. Se equivocan. Y el argumento es contundente. Para aprenderse un temario con el cual poder acceder a la carrera judicial, sea juez, fiscal o letrado de la administración de justicia, se necesitan al menos cuatro años de preparación. Y encima contratando a un preparador que casi siempre suele ser un juez, fiscal o un abogado con experiencia que percibe unos honorarios que, como muy bien dijo el ministro Bolaños, “casi siempre se abonan en dinero negro”.
Se desconoce el coste económico de semejante singladura. Pero lo que es cierto es que la cantidad actual de las becas, 8000 euros al año, no es suficiente y por eso el aspirante tiene que recurrir a la ayuda familiar. Y habitualmente eso solo se lo pueden permitir colectivos de clase media/alta. Además, durante esos cuatro años que dura el periodo de aprendizaje del temario de la oposición que deberá recitarse ante un tribunal, el opositor suele alejarse de la realidad social. Es como aprenderse la Biblia de memoria sin saberla interpretar. Esa es la realidad del que consigue superar la prueba y accede a una plaza en un juzgado. Luego no nos quejemos de individuos como Adolfo Carretero. A un miembro de la carera judicial nadie lo elige, accede de la manera que accede.
No nos llamemos a engaño. En un país como éste donde todavía hay funcionarios para los que no existe más interpretación que el literal de la norma, a nadie puede extrañar que los jueces hayan decidido emprender acciones contra los políticos. Y lo peor es que los grupos de la derecha han decidido secundarlos. Es verdad que se puede cuestionar la separación de poderes en este país porque existen muchos magistrados que se han dado cuenta de que pueden influir en la política sin necesidad de moverse de su sillón y quitarse las puñetas.
Ninguno de esos jueces y fiscales, los García Castellón, Eloy Velasco, Javier Zaragoza, Enrique López, Juan Carlos Peinado, Adolfo Carretero, y Manuel Marchena, entre otros muchos, pueden pensar que están actuando y decidiendo con arreglo a derecho, pero más bien actúan según les dicta su ideología. Forman parte de esa derecha judicial cuyo objetivo es echar a Pedro Sánchez de La Moncloa. El problema para los mortales que dependemos de todos ellos, es que, al final, sus decisiones acaban por repercutir en nuestro día a día. Y si no que se lo digan los pensionistas, los usuarios del transporte público, o los afectados por la DANA en Valencia o el volcán de la isla de Hierro.
Estos jueces dirán que esas son cosas de políticos. Manipulan. Son conscientes de que sus decisiones repercuten en los otros dos poderes, el ejecutivo y el legislativo, mientras haya personajes en este país que conciben la política como una cuestión personal. Y encima hay votantes que les hacen el juego.
Mejor haría el gobierno progresista en buscar alternativas porque mientras el Constitucional no se pronuncie sobre la amnistía, individuos como Puigdemont seguirán bloqueando la política de este país que les importa un comino. Sólo se mueven por sus intereses personales. Que no nos vengan con cuentos chinos. El problema es que dan una patada a sus adversarios en el culo de los ciudadanos de a pie.
Los jueces están ganando la partida. Y por mucho que este gobierno intente reformar el sistema judicial va a ser muy difícil que su propósito llegue a buen fin porque antes se habrán salido con la suya y a Sánchez no le quedara otra que convocar elecciones para que la derecha vuelva a donde quiere estar. En el poder.