La política en tiempos de deseo: la izquierda explica, la ultraderecha seduce

El declive de la política deliberativa ha abierto espacio al ascenso de una ultraderecha que no necesita tener razón, solo captar el deseo de orden, pertenencia y sentido en tiempos de incertidumbre

16 de Mayo de 2025
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La política en tiempos de deseo: la izquierda explica, la ultraderecha seduce

El debate político actual está menos marcado por diferencias ideológicas que por modelos antagónicos de relación con la verdad, la comunidad y el poder. Mientras la izquierda progresista insiste en la ética del procedimiento y la universalidad de los derechos, la ultraderecha moviliza identidades heridas y narrativas de restauración. No se trata solo de una pugna de programas, se trata de dos formas irreconciliables de habitar lo político.

La izquierda y la fatiga del reformismo

La izquierda institucional, entendida como el amplio espectro que va del centro progresista al reformismo crítico, ha sostenido durante décadas una praxis política sustentada en valores como la equidad, la inclusión, el respeto al disenso y la redistribución de recursos y poder. Esta matriz se funda en la racionalidad ilustrada, en la confianza en el Estado como garante de derechos y en la política como espacio de mediación entre intereses legítimos.

Sin embargo, esa arquitectura ética muestra signos de agotamiento. En un contexto dominado por la aceleración mediática, la polarización digital y el descreimiento institucional, la lógica lenta y compleja del reformismo aparece como ajena al clamor social inmediato. No es que haya fracasado en sus objetivos, muchos avances sociales dan testimonio de lo contrario, sino que ha perdido el monopolio de la esperanza. En muchos sectores, sobre todo entre quienes sienten que el mundo ha cambiado demasiado rápido o sin contar con ellos, la promesa progresista suena lejana, burocrática, incluso elitista. Es aquí donde se abre paso un discurso alternativo que, más que propositivo, es reactivo: la ultraderecha no ofrece futuro, ofrece pasado; no propone transformaciones, promete restauraciones.

El populismo autoritario como ficción de orden

Lo que habitualmente se denomina “ultraderecha” no es solo un posicionamiento ideológico, sino una estética política. No se articula tanto en torno a políticas públicas concretas como a una narrativa emocional que construye sentido a través de la exclusión. El sujeto político que emerge en ese relato no es el ciudadano deliberante, sino el “pueblo” esencializado, homogéneo y asediado. Frente a él, se erigen enemigos múltiples: inmigrantes, feministas, globalistas, burócratas europeos, ecologistas, intelectuales o periodistas críticos. 

Esta forma de hacer política no requiere consistencia ideológica. Basta con una sucesión eficaz de gestos simbólicos que reafirmen al votante en su sensación de pertenencia y superioridad moral. De ahí la obsesión por las banderas, los muros y las frases contundentes repetidas sin descanso. Se trata de sustituir el debate por la performance, el argumento por la consigna, la política por el espectáculo.

La ultraderecha no pretende ganar en el terreno de la razón, sino desactivar la razón misma como criterio legítimo. Y lo logra porque apela a una emocionalidad que la política tradicional ha descuidado: el miedo, la humillación simbólica, el deseo de orden y reconocimiento. No se trata de ignorancia, sino de resentimiento articulado. No es ausencia de pensamiento, sino pensamiento orientado al repliegue.

Una izquierda sin relato no basta con tener razón

Ante este escenario, la izquierda se enfrenta no solo a una oposición política, sino a una transformación cultural. Su discurso, basado en la universalidad de los derechos, la complejidad del análisis social y la defensa del pluralismo, requiere un tipo de atención pública que está en vías de extinción. Mientras los progresistas elaboran diagnósticos rigurosos, los reaccionarios ofrecen soluciones instantáneas. Mientras los unos piden paciencia, los otros prometen inmediatez.

La disyuntiva es inquietante: o la izquierda logra recuperar el monopolio del sentido, no solo de la razón, o seguirá cediendo terreno ante quienes no aspiran a convencer, sino a conquistar emocionalmente.

Para ello, necesita reencontrarse con el lenguaje de la esperanza, sin caer en la demagogia; reconectar con el deseo popular, sin perder densidad crítica; disputar el relato, sin abandonar el dato. No basta con defender la democracia, hay que hacerla deseable.

Contra el cinismo, política con deseo

Asistimos a una encrucijada en la que la verdad, el derecho y la justicia ya no gozan del prestigio inmediato que se les suponía. La ultraderecha ha entendido, y mejor que nadie, que la batalla política actual es, ante todo, una batalla por el sentido. Su fuerza no proviene de la razón, sino del deseo, de la víscera. Y ese terreno no se puede abandonar sin consecuencias.

Quienes creen en la democracia como forma de vida deben asumir que el futuro no se defiende solo con normativas ni con diagnósticos. También necesita afecto, épica y símbolos. Porque si los que tienen razón no saben emocionar, terminarán gobernando quienes solo saben agitar.

 

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