Mientras el acusado debe aportar pruebas, defenderse y asumir consecuencias inmediatas, al acusador se le permite operar con amplio margen sin la misma exigencia de veracidad. Esta desigualdad mina la confianza pública y distorsiona el propósito de la justicia.
La justicia, desequilibrada desde el inicio
La ley habla de igualdad, pero en la práctica, la verdad no pesa igual para todos. En los tribunales españoles, se observa una preocupante asimetría entre acusador y acusado. A este último se le exige absoluta transparencia, mientras al primero se le concede un espacio mucho más laxo, incluso cuando incurre en falsedades.
La situación se vuelve más grave cuando los afectados son figuras públicas. Basta con la apertura de diligencias para activar consecuencias inmediatas: dimisiones, escándalos mediáticos y condenas sociales que se anticipan al juicio. La imputación actúa como un veredicto preventivo, amplificado por titulares y redes que no distinguen entre indicios y pruebas.
Sin embargo, cuando la denuncia se revela infundada, raras veces se activa algún mecanismo de responsabilidad contra quien la promovió. El perjurio o la acusación falsa apenas tienen repercusión legal, en parte por la dificultad de probar la mala fe, y en parte por la falta de voluntad institucional para perseguirlo.
Además, la opinión pública se convierte en juez paralelo. En ese entorno, los hechos se diluyen y las sospechas se amplifican. El daño ya está hecho, incluso cuando la causa se archiva o se dicta absolución.
Verdad como base, no como excepción
Este desequilibrio entre las partes convierte al proceso judicial en una herramienta de desgaste político. No se niega el derecho a denunciar, que debe protegerse, pero ese derecho no puede ejercerse sin responsabilidad ni consecuencias cuando se abusa de él.
Si un ciudadano cualquiera, como testigo, está obligado a decir la verdad bajo pena de sanción, ¿por qué no se aplica el mismo principio a quien denuncia sin pruebas? La falta de respuesta institucional frente a la mentira procesal genera impunidad y erosiona la credibilidad del sistema judicial.
No basta con reforzar leyes. Es necesario cambiar la cultura jurídica y política que normaliza el uso estratégico del sistema judicial. Se necesitan mecanismos claros y eficaces para proteger a quienes son acusados sin fundamento y para sancionar de forma efectiva a quienes usan los tribunales como arma partidista.
Porque sin verdad, no hay justicia
La verdad no puede ser un deber exclusivo del acusado. Para que el derecho cumpla su función y la democracia conserve su legitimidad, es imprescindible que todas las partes asuman por igual la obligación de decir la verdad. No como una opción, sino como una exigencia legal, ética y democrática. Solo así la justicia dejará de ser un campo de batalla y volverá a ser un instrumento de reparación.