El debate sobre la patada en la puerta está servido. La Policía Nacional, con el aval del ministro Marlaska, cree que tiene toda la legitimidad del mundo para entrar por la fuerza en un piso turístico, sin mandamiento judicial, si existe constancia de que allí se está cometiendo un delito flagrante. Sin embargo, los expertos juristas no lo tienen tan claro y han puesto el grito en el cielo ante una práctica policial, la entrada y registro en un domicilio privado, sin las debidas garantías constitucionales. ¿Quién tiene la razón?

El ministro del Interior justifica la actuación de los policías contra aquellos que hacen uso de un inmueble para organizar fiestas ilegales, guateques y botellones, y niega que los Cuerpos de Seguridad del Estado estén “violentando” derechos fundamentales. A Marlaska la patada en la puerta le parece una práctica legal porque en el caso de los pisos turísticos el concepto de “morada” no es formal, “sino material”, es decir, está en función del fin que se dé a esa vivienda. Y es exactamente así. Es evidente que una familia que vive tranquilamente en su casa tiene derecho a que se respete la inviolabilidad del domicilio legalmente reconocida en la Constitución Española. Nada tienen que temer quienes se comportan con arreglo a la ley. Otra cosa es que el piso sea convertido por los kamikazes del garrafón en un antro para organizar juergas nocturnas que ponen en serio riesgo la salud de las personas (por el peligro de contagio) y la convivencia entre vecinos (muchos están hartos de las gamberradas de los supuestos turistas, por llamarlos de alguna manera, y cualquier día se toman la justicia por su mano).

Queda claro, por tanto, que cuando los agentes entran a mazazo limpio en un domicilio, rompiendo puertas y cristales y al grito de “alto policía”, no hacen más que cumplir con la ley tras tener conocimiento de que en ese lugar se está cometiendo un delito de los llamados in fraganti. Pensemos en un caso paradigmático: el de los terroristas del 11M que se refugiaron en el piso de Leganés tras cometer los sangrientos atentados de Atocha. Si el heroico agente Torronteras y sus compañeros hubiesen esperado a contar con el sello, la autorización y todos los protocolos legales y formalismos judiciales en regla es obvio que los asesinos hubiesen volado del nido y habrían seguido con su espiral de terror y muerte. Obviamente, a este ejemplo hay que añadirle la consabida muletilla de “salvando las distancias”, ya que cualquiera sabe que no es lo mismo un peligroso terrorista de Al Qaeda que un imbécil incapaz de entender que su botellón, su fiestuqui clandestina, su imperiosa hora de placer, mata gente. Aunque bien mirado, con la ética kantiana en la mano, tanto uno como otro asume que de su conducta irresponsable pueden derivarse daños personales irreversibles, el primero por puro fanatismo religioso, el segundo por incivismo intolerable, hedonismo insolidario y cronificada estupidez.

En todo caso, tal como decíamos al comienzo de este artículo, el debate está servido. Los juristas prístinos, esos que elevan los textos legales a la categoría de dogma de fe sin flexibilidad alguna y sin entrar en el espíritu de la ley, no han tardado en salir a la palestra para acusar a los policías que cumplían con su labor de manejarse a la manera de Harry El Sucio, es decir, dando leña al delincuente y preguntando después al juez. Los portavoces de las asociaciones de juristas tachan de “desproporcionada” la actuación de los agentes, que no lo olvidemos irrumpieron en la morada tras la negativa a abrir la puerta de los individuos que la habitaban temporalmente. Los supuestos delincuentes (así hay que tratar a toda esta gente que impone su ley a los demás) tenían la obligación de identificarse y salir con el DNI en la boca si era necesario. De haberlo hecho así, esa puerta hoy seguiría en su sitio. Sin embargo, últimamente se ha instalado la opinión de que el policía es un muñeco de pim pam pum, un títere de feria contra el que se puede disparar, arrojar adoquines, acorralar, escupir, insultar, prender fuego y toda clase de tropelías y humillaciones. Nadie respeta al guardia o gendarme, pero no se escucha a los adalides de los derechos fundamentales defender a nuestros agentes vilipendiados con tanto ahínco como defienden a la tropa de terroristas sanitarios o supercontagiadores que transmiten el virus tras una cogorza de campeonato.

Los exégetas del derecho más papistas que el papa pretenden convencernos de que a una vivienda no se puede acceder más que cuando se tenga el convencimiento pleno de que se está cometiendo un delito flagrante, de modo que no valen indicios de una simple infracción administrativa. Y ahí es donde está el quid de la cuestión que sus señorías del Sanedrín Constitucional no han alcanzado todavía a comprender. Lo que perpetra la muchachada del garrafón, con total impunidad, no es una simple falta como saltarse un semáforo en rojo, no pagar el recibo de la luz o tirar la basura fuera del horario establecido. Hablamos de gente que comete graves delitos contra la salud pública en tiempos de pandemia, generando gran alarma social; de pandilleros armados (no con el AK-47 o el titadine, sino con un armamento de destrucción masiva mucho más letal: su aliento fétido preñado de coronavirus); de auténticos yihadistas del placer o psicópatas de la pandemia. Hay que tratarlos como lo que realmente son: células durmientes al servicio del agente patógeno; saboteadores de las normas sanitarias que están jugando con nuestras vidas y con el futuro de la civilización.

A estos asociales mal criados por el sistema y por unos padres que no han sabido inculcarles los nobles principios de la ética y la convivencia humana solo cabe aplicarles aquel eslogan tan publicitario de “tolerancia cero”. Porque ese botellón alegre, inocente e infantil que se han montado en la clandestinidad se transforma, por efecto de la maldad y el nihilismo, en una UCI atestada de moribundos. No señores juristas, mucho nos tememos que esta vez no han interpretado correctamente el caso práctico que se les plantea. No estamos ante inocentes criaturas que han cometido un error de juventud. Deberían ser tratados como autores de delitos contra la salud pública que se refugian en sus timbas y fumaderos de opio, o sea nidos de ratas. En China serían detenidos, recluidos y aislados en un campo de trabajo como elementos tóxicos para una sociedad. Es lo que se merecen. Por tontos y criminales.   

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