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Las madres de los soldados rusos se convierten en una seria amenaza para Putin

Cada vez son más las mujeres que exigen saber qué está pasando con sus hijos enviados al frente de Ucrania

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análisis

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“He visto mucha gente muerta. Tengo veinte años y ya he visto fosas comunes. Vi cadáveres reales. Es terrible”, asegura ante los periodistas Mykola Valentinovych, un soldado ruso capturado por el ejército ucraniano. No es el único testimonio del calvario que están sufriendo los militares de Putin que son enviados a una guerra que nadie entiende, solo la cabeza trastornada del dirigente del Kremlin. Las noticias que se filtran desde Moscú son aterradoras y dan una idea del nivel de perversidad del hombre al que nos enfrentamos. Rancho caducado desde hace siete años para una tropa desmoralizada, torturas para los que se atrevan a desertar, jóvenes a los que al llegar al cuartel les retiran el teléfono móvil para que no puedan comunicarse con nadie, ni siquiera con sus familias, y grupos neonazis que imponen su ley entre las filas. A los reclutas de Putin se les trata como carne de cañón, espartanos sin ningún derecho cuya única misión es ir a morir o dejarse matar por la patria, por la Madre Rusia. Solo un país fascista trata a sí a sus mejores chicos, al futuro de su pueblo.

Por las noticias que nos van llegando con cuentagotas cabe sospechar que el ejército del mataniños del KGB debe ser algo así como una especie de secta nacionalista aislada del resto del mundo. Para el muchacho con la mala suerte de ser alistado ya nada será igual. Si tenía novia, puede que no vuelva a verla jamás. Si tenía mujer e hijos, tendrá que despedirse de ellos al partir hacia el frente porque cabe la posibilidad de que nunca más sepan de él. Los soldados que caigan muertos en el campo de batalla o en alguna emboscada en una ciudad sitiada como Kiev o Mariúpol quedarán allí para siempre, enterrados en la nieve, en tierra de nadie, sin que nadie vaya a recoger sus cadáveres. En las fuerzas armadas rusas sigue rigiendo viejo el manual de guerra totalitario del siglo XX que mandaba fusilar a todo aquel que no obedecía la cadena de mando, cuestionaba las órdenes de los superiores o se mostraba tímido o remiso a la hora de matar mujeres, ancianos y niños, arrasándolo todo a su paso, tras entrar en una ciudad invadida.

Ayer mismo, sin ir más lejos, un bombardeo tan salvaje como absurdo acabó con la vida de diez personas que esperaban en una de las colas del pan de la localidad de Chernígov, al norte del país. Diez inocentes, diez almas inofensivas cuyo único delito había sido comprar algo de comida para alimentar a su familia. Solo un sádico, o un desequilibrado, o ambas cosas a la vez puede transmitir semejante orden macabra. Quizá el oficial que apretó el botón del cañón seguía instrucciones del Kremlin. Quizá no se atrevió a desobedecer por miedo a terminar en un campo de concentración en Siberia, o en una celda de aislamiento, o fusilado. Quizá… quién sabe lo que pudo pasar por la cabeza del ejecutor. La cuestión es que fue un nuevo execrable crimen de guerra, otro más, una masacre que Occidente anotará en los cuadernos de la Corte Penal Internacional para, si algún día es posible, poner a los asesinos ante un tribunal de justicia. Somos conscientes de que será difícil esposar a Putin y a su banda de vampiros ávidos de sangre, pero conviene ir tomando nota para que quede en los libros de historia y para que nadie olvide lo que está ocurriendo este crudo y triste invierno de 2022 en las entrañas mismas de Europa, los días más sangrientos desde la Segunda Guerra Mundial.

Las víctimas de esta maldita guerra son los civiles ucranianos, sí, pero también todos esos jóvenes soldados rusos a los que el loco del maletín nuclear envía a morir cada día a las trincheras de la sinrazón. Niños uniformados que lloran por sus madres, guerreros forzosos que ni saben por lo que luchan ni sienten el más mínimo deseo de luchar. “Hemos irrumpido en sus casas como fascistas”, se lamenta el soldado capturado Olexandr Morozov, de 21 años. Galkin Serguéi Alekseevich, otro militar rehén de los ucranianos, dice compungido: “Ancianos, mujeres, niños, perdón por invadir estas tierras”. Todos piden por favor que los saquen del infierno en el que los ha metido el sátrapa de Moscú.

No es la primera vez que sucede este horror. Se cree que en la guerra de Chechenia más de dos mil cuerpos de soldados rusos fueron abandonados cruelmente en el campo de batalla. Cientos de madres se congregaron frente al ministerio de la guerra de Putin para exigir un alto el fuego y poder recoger los cadáveres de los fallecidos. Los jerarcas del Kremlin no lo permitieron. Meses después, cuando todo hubo acabado, las familias de los militares pudieron recuperar lo que quedaba de ellos, que era poco, ya que las aves carroñeras y los animales depredadores se habían dado un festín. Fue un auténtico espanto que tampoco trascendió a la opinión pública internacional. Putin controla los medios de comunicación con mano de hierro e impide que salga de Rusia cualquier información que no sea la debidamente filtrada por el Estado Mayor de la Defensa. De vez en cuando alguien valiente como la periodista Marina Ovsyannikova logra romper el cerco del dictador y jugándose la vida logra colocar un mensaje de libertad para que el pueblo ruso sepa lo que está ocurriendo. Así funcionan los estados totalitarios anacrónicos, esos que algunos idiotas de uno y otro signo, aquí, al otro lado de la trinchera, en Occidente, en España, en el oasis de paz europeo, aún se atreven a defender.

De esta extraña guerra de Ucrania sale un paisaje de cráteres y ruinas muy similar al que queda tras una explosión nuclear, ciudades enteras arrasadas, miles de muertos, mutilados, enfermos mentales, miseria, hambre y penalidades de todo tipo. La obra de una bestia enferma y desalmada. Pero también quedará la nobleza y valentía de esas madres que empiezan a perder el miedo y que están dispuestas a todo para saber qué fue de sus hijos. Una legión de madres llenas de rabia contra el monstruo. Un ejército de madres con los corazones rotos dispuestas a asaltar el palacio de invierno para sacar a zapatillazos al tirano malnacido que se refugia allí abajo, como una rata en su búnker lleno de rublos, de vodka y de ojivas nucleares. “El amor de una madre por su hijo no conoce ley ni piedad, se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone”, ya lo dijo Agatha Christie. Que el zar no desprecie el valor de una madre llena de coraje porque su poder destructor puede ser mil veces superior al de un misil atómico de Kaliningrado. Que el déspota tiemble porque aquella gloriosa Revolución de Octubre va a ser un juego de niños cuando se levanten las madres hambrientas de justicia y sedientas del amor de sus hijos. Que se vaya buscando otra alcantarilla-búnker, porque esta no le servirá de nada al puto Putin.  

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