El pasado martes 6 de febrero fui entrevistado en el programa “Dando caña” en el toro.tv —pincha aquí para ver la entrevista completa en mi canal de telegram— en relación a la información que aporté en mi artículo publicado en este mismo medio “Primera ola de la pandemia del coronavirus: 30 mil ancianos ejecutados no por el influjo de un virus asesino, sino por el de los protocolos de la muerte.”
Durante esta entrevista, hablamos sobre el cómo los protocolos del gobierno para las residencias de ancianos durante la denominada como primera ola de la pandemia, solo podían haber sido elaborados no para proteger, sino para asesinar a decenas de miles de ancianos.
En estos protocolos se recomendaba la administración de midazolan y morfina a quienes sufriesen insuficiencia respiratoria moderada o grave. El siguiente paso a dar, si los pacientes no reaccionaban al tratamiento, era administrarles todavía más cantidad de midazolan y morfina para ayudarlos a morir induciéndolos a la sedación paliativa.
Dado que tanto el midazolan como la morfina actúan como depresores del sistema respiratorio, están contraindicados para pacientes que sufren insuficiencia respiratoria. Por tanto, el tratamiento con estos medicamentos, solo podía agravar su sintomatología y conducirlos a una muerte segura tras su postrera inducción a la sedación paliativa.
Tras exponer estos argumentos, Julio Ariza me preguntó que cómo era posible que ningún juez o fiscal de este país hubiese denunciado lo sucedido.
La respuesta que di a esta pregunta, fue que si ni jueces ni fiscales habían denunciado estos hechos, era porque éstos, al igual que los políticos que redactaron y aprobaron estos protocolos, trabajan para los mismos que orquestaron el que a fin de cuentas resulto ser el gerontocidio de la primavera del 2020.
En mi artículo “Vanguard & Blackrock: ¿Dictadura mundial encubierta bajo la coartada democrática?”, ya documenté las razones por las que, básicamente, todos los gobiernos del mundo trabajan para Vanguard —y sus propietarios—, en lugar de hacerlo para la ciudadanía de aquellos países en los que resultan electos.
Lo que debe entenderse, es que si nuestros políticos trabajan para Vanguard, nuestros funcionarios —la parte baja de la misma pirámide—, también lo hacen. Y, entre estos, encontramos tanto a los jueces como a los fiscales. Por tanto, esperar que denunciasen lo sucedido en las residencias de ancianos durante la denominada como primera ola de la pandemia —ola en realidad, de midazolan y morfina—, sería como esperar que un perro mordiese la mano de quien le da de comer.
Ni jueces ni fiscales denuncian lo sucedido, por la simple razón de que perderían sus puestos de trabajo y nóminas. Del mismo modo que tampoco han denunciado ni a Pedro Sánchez ni al resto de los miembros del parlamento por haber aprobado el confinamiento, pese a que el Tribunal Constitucional lo declaró ilegal, y por tanto 40 millones de ciudadanos fueron arrestados domiciliaria e ilegalmente en este país durante la friolera de tres meses. No en vano la constitución de este país especifica claramente que el Estado de Alarma no puede vulnerar los derechos fundamentales de la ciudadanía, como lo es el de la libre circulación. Por consiguiente, tanto el confinamiento, como los toques de queda y el pasaporte COVID-19 impuestos durante la presunta pandemia del coronavirus, fueron ilegales.
Tampoco la integridad física ni la dignidad del ciudadano puede ser vulnerada, tal y como lo fue, y todavía a día de hoy continúa siendo vulnerada, al obligarla al uso de unas mascarillas que, lejos de protegerlo contra de ninguna clase de contagio vírico, no hacen sino que atentar contra su propia salud.
Si en el párrafo anterior, he sacado a colación la vulneración de la dignidad del ciudadano, es porque engañarlo para que se ponga un bozal, es atentar contra su dignidad. Igual que lo es obligarlo a meterse un palo por la nariz —test PCR— que, como ya documenté a la perfección en otros artículos, no sirve como prueba de diagnóstico de la COVID-19.
Sin dejar de mencionar el delito gubernamental por fraude que implicó el que millones de ciudadanos invirtiesen su dinero en la compra tanto de mascarillas como de test PCR, ambos por completo inútiles para los fines que nuestro gobierno asegura servir.
Sin olvidarnos de la ingente cantidad de personas que murieron en los hospitales, debido a que la administración de medicación e intubación precoz recomendados por los protocolos hospitalarios, también habría de conducir al deceso de un gran número de los pacientes que fueron diagnosticados fraudulentamente con test PCR como pacientes COVID-19.
Y qué decir de las personas que han muerto o sufrido graves daños en su salud tras la inoculación de la mal llamada vacuna contra la COVID-19, que nuestro gobierno y medios de comunicación aseguraron ser efectivas y seguras, cuando estaban a años luz de ser lo uno, o lo otro. Amén de que fueron administradas acometiendo un sin número de ilegalidades, como por ejemplo lo fueron la coacción, y la ausencia de prescripción médica y el consentimiento informado.
Estamos hablando de que, de forma sistemática, nuestro gobierno y medios de comunicación, perpetraron crímenes de homicidio —como poco, de homicidio involuntario—, fraude y vulneración de derechos fundamentales, y que ninguno de sus integrantes ha pagado todavía por ello.
Culpables de todos estos crímenes son la inmensa mayoría de políticos y periodistas/presentadores de televisión de este país. Si bien la exigencia de responsabilidades y solución a este problema es harto complicada, y no pasa ni pasará por nuestros jueces ni fiscales, ni tampoco por los integrantes de las mismas fuerzas de seguridad del estado que, también en pos de mantener sus puestos de trabajo y nóminas, persiguieron e incluso maltrataron a los ciudadanos que, legítimamente, se negaron a cumplir órdenes gubernamentales ilegales.
La solución a este problema pasa por una verdadera revolución ciudadana que, desgraciadamente, no tiene visos de ir a producirse. Quizá el próximo artículo lo dedique a explicar el porqué.