En lo que no se diferencia en nada vivir en la capital o en provincias es en el volumen de los gritos con los que se expresan sus habitantes. En este país todos hablamos a gritos. En las cafeterías, en cuanto hay cuatro o cinco personas, ya es imposible entenderse si uno, a su vez, no eleva la voz. En los comercios lo mismo. Y hasta en los espectáculos, antes de la función se oye un guirigay tremendo que va aumentando según aumenta el aforo y que disminuye, a duras penas, cuando empiezan a apagarse las luces para volver en cuanto llega el intermedio o termina la función con mucho más ímpetu. Hasta los usuarios de los móviles, los que prefieren la voz a los mensajes escritos, andan por las calles proporcionándonos información de sus asuntos a voz en grito. En esto estamos algo asilvestrados y deberíamos ir aprendiendo de los europeos, del Norte, claro, a expresarnos en un tono mucho menos agudo y estridente. Yo tengo la garganta algo cascada porque me gusta hablar, casi tanto como escribir, y ahora en las terrazas entre las voces y los ruidos de los coches, hacerlo requiere un esfuerzo considerable. “Santo silencio profeso” decía Quevedo y Garcilaso deseaba la vida descansada del que “huye del mundanal ruido”. Eran otros tiempos y otras gentes. En mi colegio, cuando niña, comíamos en silencio, estudiábamos en silencio, cosíamos en silencio mientras una de nosotras, en pie, leía para el resto, rezábamos en silencio y pasábamos una semana en silencio total, en el tiempo de los ejercicios espirituales. Los mayores castigos a los que me enfrenté entonces fueron por hablar y eso que, cuando lo hacíamos, precisamente para que no nos oyeran, era con voz queda o a “escuchetes” una fórmula hoy en completo desuso. Una de mis maestras, joven y bondadosa, cuando estábamos algo rebeldes, o sea, cuando lanzábamos cuatro gritos al subir del recreo soltaba su fórmula: “¡Que se oiga el silencio!” Y ya sabíamos que valía de bromas y había que callar. Lo cuento y parezco una extraterrestre. Hasta yo me veo así, pero, lo juro, no me lo he inventado.
Yo también, lo juro, tenía pensado guardar silencio, porque sólo en silencio es posible la reflexión. En silencio hasta que se formara gobierno, pero soportaba mal los ejercicios espirituales y, enseguida, he cambiado de opinión porque esto puede ir para largo. Ahora el PP y Ciudadanos han dado el Sí solemne ante las cámaras con declaraciones grandilocuentes, se verá en qué queda todo. Yo me he quedado atascada en el asunto del Consejo General del Poder Judicial. El partido Ciudadanos, en su programa de las primeras elecciones de esta era de confusión, proponía reducirlo a una estructura mínima, en una teoría próxima a la supresión, pero, después de dos propuestas más, ha dado un giro de vértigo. Con tanto meter la mano en la Ley Orgánica que desarrolla el precepto constitucional, desde luego, hasta ahora, no se ha conseguido dignificar la institución ni hacerla independiente, en absoluto, menos aún acercarla a los ciudadanos, que entiendan que sirve para algo como parte de uno de los tres poderes del Estado, parte del principio sacrosanto de separación de Poderes. Hoy es de las instituciones peor valoradas o, sin duda, a la que menos apego tienen los ciudadanos. Por eso aquella primera idea del partido de Rivera casi era la más atractiva: fin de la función, a casa casi todos. Pero ahora ha reblado. Es lógico, aspira a algo más. Pero, además, sabe, saben los negociadores, que con el sistema de mayorías cualificadas esto no depende sólo de ellos por lo que ya pueden decir lo que sea, otra filfa, otro brindis al sol. Esperemos que el resto de las medidas base de la negociación no lo sea. Veremos cómo evoluciona este vodevil.