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Queda la música

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análisis

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Mientras escucho un magnífico concierto homenaje a Ennio Morricone y Ludovico Einaudi en el Auditorio Nacional, a cargo de la extraordinaria Orquesta Clásica Santa Cecilia, con el maravilloso pianista Gleb Koroleff al frente, no puedo dejar de acordarme, es imposible no hacerlo, de la devastación, el caos y la muerte que sufre al pueblo palestino a manos de Israel, cuya más que segura venganza por los atentados terroristas sufridos por sus ciudadanos, unos actos abominables que todos rechazamos y condenamos, iba a ser absolutamente desproporcionada.

Mientras oía emocionado las bellísimas piezas musicales que la orquesta iba interpretando, me di cuenta que, agotadas ya las palabras que solo sirven, o al menos así las usamos, como armas arrojadizas, el único lenguaje que puede salvarnos es la música. Solo la música es capaz de sosegar nuestros ánimos, calmar nuestras desesperanzas, aplacar nuestras angustias y pesimismos. Solo la música puede restaurarnos, componernos, serenarnos, hacernos recapacitar lo suficiente para darnos cuenta que es necesario un cambio, porque así vamos mal, tirando a muy mal.

Necesitamos otra pandemia, pero esta vez de un virus en forma de música, que nos atraviese a todos de parte a parte y nos infecte de inteligencia, de paz, de fraternidad, de solidaridad, de armonía, de humanidad. Necesitamos creer que, como descubrió un personaje de la película American Beauty, “existe vida bajo las cosas, una fuerza increíblemente benévola que me hacía comprender que no había razón para tener miedo, jamás” (…)  “a veces hay tantísima belleza en el mundo, que siento que no lo aguanto”.

Y esa fuerza increíblemente benévola que hay en el mundo, esa fuerza que descubre el personaje viendo bailar una bolsa de plástico, no puede ser otra que la música. ¿Qué otra cosa puede salvarnos?. ¿Las religiones?. No parece que estén haciendo mucho por la paz en el mundo. Más o menos están haciendo lo mismo que la ONU, la UE y demás organismos internacionales, cuyas siglas parece que solo han servido para que Don Dámaso Alonso escribiera un poema sobre ellas titulado precisamente “La invasión de las siglas”. Mucha gente, cada día más, habida cuenta de sus escasos resultados, por no decir de su inutilidad, tenemos olvidados a los tres dioses de las tres grandes religiones por su continuada ausencia, por  su  dejación de funciones, por su abandono de responsabilidades para con sus hijos e hijas.

Como la palabra, que es la base de estas grandes religiones, de las que, ya conocemos el dicho: “cada una dice que solo la suya es la verdadera y las otras son falsas, y todas tienen razón”, no surte el efecto esperado, deberíamos dar una oportunidad a la música, quizás ella, con su lenguaje universal no traducido a palabras sino a sensaciones, emociones, sentimientos, nos traiga esa, más que necesaria, imprescindible serenidad, esa armonía, esa fraternidad, esa “fuerza increíblemente benévola” que hace bailar a las bolsas de plástico, y que ahora tanto y tan urgentemente necesitamos para salir adelante y no hundirnos definitivamente en el abismo que siempre tenemos abierto a nuestros pies. Solo inspirados por esa benévola fuerza podemos abordar con la necesaria inteligencia, el temple, la serenidad y la generosidad, cualidades humanas que todavía respiran, con dificultad pero lo hacen, bajo el poder aplastante y asfixiante del odio, el egoísmo, la codicia y la sinrazón, los problemas que siempre, salvo algunas, muy escasas, épocas de paz y prosperidad, nos han tenido a la humanidad contra las cuerdas. Y especialmente ahora, que más que contra las cuerdas, estamos a dos puñetazos de caer a la lona. 

Por desgracia, los líderes de las religiones judía y musulmana, con su enorme autoridad entre las partes en conflicto, en vez de esforzarse por obligar a sus respectivos pueblos a retomar el camino de la paz, atizan un poco más el fuego exigiendo el ojo por ojo. “Ojo por ojo y el mundo acabará ciego”, decía Gandhi.

La religión católica, en su línea, tampoco hace mucho, todo su “esfuerzo” se reduce más o menos a lo de siempre: expresar buenos deseos de una pronta solución a la crisis, pero no va más allá, no quiere dar ningún paso, aportar ninguna iniciativa, porque su secreto para seguir existiendo siglo tras siglo reside en la inmovilidad. Y esa inmovilidad se manifiesta en todos y cada uno de sus actos. No importa en el siglo que estemos, la iglesia sigue con sus cosas de siempre, sus inalterables tradiciones. Si uno visita cualquier santuario cristiano, se dará cuenta que el mecanismo de esta  religión permanece invariable e inmutable.  Hace unos años, durante un viaje por Francia, a la vuelta, camino de España, vimos el cartel que indicaba el  Santuario de Lourdes, uno de los lugares más importantes de la cristiandad, donde la virgen tuvo a bien aparecerse a una niña y hacer milagros. Y para allá que fuimos, y nos encontramos que aquello no era otra cosa que un gran negocio formado por  decenas de tiendas de recuerdos frente a un enorme edificio en cuyo interior llamaba la atención los cientos, miles, de nichos pagados a la iglesia por los propios inquilinos de esos nichos, o sus familias. Y por todas partes se amontonaban los agradecimientos, todos ellos, es de suponer, estarían acompañados en su día de su correspondiente donativo a la virgen por algún  favor o milagro concedido. En todos los rincones había colgadas, como si de embutidos se tratara, ristras de  pequeños  brazos y piernas de plástico, parecía un  taller de reparación de muñecas,  que dejaban los peregrinos para que la virgen les curara su mal.  Lo que más me llamó la atención fueron los miles de agradecimientos a la virgen durante los años de la segunda guerra mundial, por haberles sanado de sus graves heridas y las enfermedades sufridas y, en muchos casos, salvarles vida durante aquella terrible contienda, la mayor catástrofe humana desde que el primer homo sapiens iniciara su larga, penosa y en demasiados casos insensata andadura por el planeta. Después de ver aquello, un descreído, un impío como yo, lo primero que me pregunté fue por qué la virgen, con su infinito poder, no se quitó de tanto y trabajoso menudeo, de tanto despacho al por menor, de tantos pequeños  milagros, y acabó de golpe todo el trabajo haciendo el gran milagro de no dejar que sucediera  esa espantosa, terrorífica, apocalíptica segunda guerra mundial que tanto tanto dolor, tanto sufrimiento, tanta muerte causó a sus hijos e hijas. Pero el negocio está en el menudeo, en el despacho al por menor.

Con la guerra entre Rusia y Ucrania todavía muy lejos de una solución, aparece este conflicto todavía peor: la llamada guerra entre Israel y Palestina, aunque no debería llamarse guerra, habida cuenta de la tremenda desproporción, el clamoroso desequilibrio entre las fuerzas. Es como una pelea entre un león y un ratón.

Como todos sabemos, el conflicto se inició por el terrible atentado terrorista del pasado siete de octubre contra Israel. Un salvaje atentado que todo el mundo, o casi todo, ha condenado sin paliativos. Y el que no lo condene no debería llamarse persona. El culpable de esta barbaridad fue Hamás, un grupo armado, una organización considerada terrorista por EEUU, la Unión Europea, Japón y Australia. Aunque otras naciones como Rusia, China o Turquía, no la califican de esa manera. Hamás, en su carta fundacional se presenta como una organización islamista y nacionalista cuyo objetivo es recuperar las fronteras palestinas fijadas en 1967, una reivindicación justa, cuyo clamoroso incumplimiento por parte de Israel ha fermentado con el tiempo hasta convertirse  en un vivero de odio y violencia que no solo no cesa, sino que crece y les sirve, a ésta y otras organizaciones similares, de inagotable combustible para seguir actuando.

Israel podría haber desactivado gran parte de esa gigantesca fábrica de odio explosivo, simplemente cumpliendo las decenas de resoluciones de la ONU que lleva recibiendo desde su fundación como Estado. Unas resoluciones que más que pedir,  urgían a devolver ese enorme territorio que Israel se ha ido anexionando, robando descaradamente al pueblo palestino. Un continuo robo de territorio que Israel  jamás devolverá a Palestina, diga la ONU lo que diga. Y puede permitirse esa chulesca desobediencia porque cuenta con la protección, el visto bueno de  EEUU, su primo de Zumosol, que de manera irresponsable respalda con su veto cualquier medida contra Israel, un país que se siente impune, a salvo de cualquier ley internacional o de cualquier otra naturaleza. Gracias a esa impunidad, Israel puede arrebatarles la tierra a los palestinos cuando y cómo quiera. Para un país tan poderosamente armado como Israel, es como quitar el caramelo a un niño. Pero ese “caramelo” que nunca deberían haber tomado porque va contra contra todas las normas del derecho internacional, normas, leyes y reglamentos, y no hablemos de los Derechos Humanos, que ellos siempre se han pasado por el forro, está provocando una terrible crisis que tiene al mundo en vilo. Israel está convencida de que su desproporcionada fuerza militar, y el apoyo de la superpotencia, que les proporciona todas las armas necesarias, les mantiene a salvo de todo mal. Pero el reciente atentado ha demostrado que no hay arma sobre la tierra más fuerte que el odio y nadie, ni ellos mismos, están a salvo de  esa amenaza.

Y como estaba cantado, pocas cosas habrá más seguras, su desproporcionada venganza no se ha hecho esperar.  Y la venganza no podía ser otra que arrasar la franja de Gaza, bombardear veinticuatro horas al día, siete días a la semana, las ciudades palestinas hasta reducidas a escombros, matando indiscriminadamente a toda la población. Y por si esto fuera poco, demostrando con ello su enorme crueldad y desprecio por la vida de los civiles inocentes, niños, mujeres y viejos, han cortado el paso de toda ayuda humanitaria, dejando morir de hambre y sed a los habitantes de la franja. No hace falta decir que para el gobierno del carnicero Netanyahu no existen más derechos humanos que los de los israelíes. Más que crímenes de guerra, que lo son, y en su grado más brutal y sanguinario, se trata de un genocidio con todas las letras. Y así lo habrían calificado y condenado sin paliativos EEUU y sus siervos de la UE si estos actos los hubiera cometido Rusia contra Ucrania pero, como puede verse con total claridad, para cada caso se emplea una vara de medir distinta. Cosas de la política internacional europea, cuyo nivel de hipocresía, de cinismo e indecencia sobrepasa todos los límites imaginables.

EEUU, cuyos fabricantes de armas  estarán frotándose las manos y babeando de placer ante el fabuloso negocio que les hará escalar muchos puestos en la lista de milmillonarios de Forbes, lejos de enfriar el conflicto ordenando a Israel un alto el fuego y la apertura de corredores humanitarios, sigue atizando el conflicto, defendiendo el derecho de Israel a responder, a defenderse a los ataques terroristas.

Y a todo esto, la UE como su fiel lacayo, por no decir su lebrel,  espera a los pies del emperador Biden lo que éste tenga a bien ordenarle.  ¿Cabe más indignidad, más descrédito, más humillación, más bajeza?. Seguramente no.

Y las derechas Trumpistas, con la mentecata Ayuso a la cabeza, convertida en una nueva Ana de Palacio, pidiendo más bombas, más destrucción, más muerte a los habitantes de Gaza,  no dudan en llamarnos “Pro Yihadistas” o “Pro Hamás” a los que pedimos algo tan de sentido común como es un alto el fuego y abrir urgentemente corredores humanitarios para que llevar agua, comida y medicamentos a la población civil que está muriendo de hambre, de sed, de falta de medicinas y de electricidad en los hospitales. Pero lo más urgente es parar los continuos bombardeos, que ya han acabado con la vida de más de cinco mil civiles, entre ellos dos mil niños. Cabría preguntar a la sociedad occidental que a cuántos civiles palestinos muertos equivale un muerto israelí. Y lo mismo ocurre con los niños de cada bando. Porque parece que los civiles palestinos, niños, mujeres y viejos, valen bastante menos, nos duelen menos, que los israelíes. Será seguramente porque unos son pobres y viven hacinados en campos de refugiados, inmensas cárceles a cielo abierto, en durísimas condiciones, inimaginables para nosotros. Y los otros son ciudadanos y ciudadanas que disfrutan de todos los derechos y libertades del llamado primer mundo.

Uno no puede dejar de pensar en esta tragedia  mientras escucha la bellísima música de la orquesta clásica Santa Cecilia con el maestro Gleb Koroleff al frente haciendo bailar sus ligeros, delicados, casi etéreos, dedos sobre el teclado.    

Cuanto más la oigo más me convenzo de que solo la música, su belleza y su verdad, y el espíritu humano que la alienta, más poderoso que todas las bombas juntas, prevalecerán.

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