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Sanchismo y cafinitrina

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análisis

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Desde que Pedro Sánchez fue nombrado bestia del Apocalipsis, oficial de primera, por los píos españoles y españolas de bien y de orden que todas las tardes rezan el santo rosario cerca de una de las puertas del infierno abierto en la calle Ferraz, concretamente a la altura del número 70, el ciudadano A.B.C., también español de bien y  de orden, cuyo nombre ha tenido que esconder bajo sus iniciales por temor a que la feroz e implacable policía de Marlaska, otra bestia del Apocalipsis, oficial de segunda, lo detenga y le aplique el terrible castigo que la salvaje, la atroz dictadura de Sánchez tiene reservado a los desafectos a su tiránico régimen, hace guardia todas las noches en el recibidor de su pequeño piso del barrio de Aluche frente a la puerta, que ha atrancado con una cómoda y un recio paragüero de hierro forjado y latón.

Todas las tardes, cuando el último rayo de sol ilumina con un fugaz reflejo de sangre los tejados y las antenas de su barrio, A.B.C., después de echar todas las vueltas a la llave de su puerta blindada y arrimar el paragüero y la pesada cómoda convenientemente cargada con muchos pares de calzoncillos Abanderado, imperiales camisetas blancas de hombros, juegos de sábanas, colchas y demás ropa de cama, se sienta en una silla frente a la puerta con la pata de una silla roída por el perro en la mano, una pata a la que acuna dulcemente como si fuera un niño. Otros vecinos,  españoles de bien y de orden como él, montan guardia con escopetas de caza de repetición, pero nuestro protagonista no dispone de armas de fuego y tiene que conformarse con la pata de la silla a la que ha atravesado con un grueso clavo en un extremo, lo que la convierte en un arma bastante temible.

Las primeras noches de su insomne guardia, mientras esperaba el asalto de  okupas, menas, emigrantes, izquierdistas y enemigos de España en general, que los medios de comunicación, de los que es devoto, le aseguraban que con España sumida en el caos y la anarquía que trae consigo la amnistía y el sanchismo en general,  entrarían en su casa y les echarían de ella a puntapiés, su mujer lo llamaba desde la cama para que dejara de hacer disparates y se acostara de una vez.  Pero en vista de que su marido hacía oídos sordos a sus requerimientos, dejó de llamarle y ahora duerme a pierna suelta, en diagonal, ocupando toda la cama y sin tener que soportar los raciales ronquidos de su muy español y mucho español esposo, en cuya hoja de servicios por la patria sobresale su servicio militar en el tercio Gran Capitán de Melilla. La mujer, a la que A.B.C. ha acusado, primero con indirectas y después abiertamente de simpatizar con el tirano y algunos destacados dirigentes del odioso sanchismo, ha intentado por todos los medios que su marido se relaje, se tranquilice un poco. Para ello le ha pedido, por favor, que deje por un tiempo de leer los periódicos La Razón, El Mundo y el ABC, y también que no escuche los programas de radio de Jiménez Losantos, Carlos Herrera, Ángel Expósito, Marhuenda y demás patriotas que no dejan de calentar las molleras de sus cada vez más exaltados y encolerizados espectadores. Y sobre todo que no vea las cadenas de televisión cuyos aguerridos e inasequibles al desaliento tertulianos arremeten sin tregua ni descanso contra la despiadada dictadura del déspota y opresor y liberticida Sánchez y sus secuaces. Incluso le ha pedido que se coja una semana de vacaciones en el trabajo para irse los dos a Gandía, a ese hotel con buffet libre al que suelen ir todos los veranos. Pero A.B.C. no puede creer lo que oye, al mismo tiempo que confirma con infinita amargura sus peores temores de que su mujer ha sido abducida, embrujada como millones de incautos y desprevenidos españoles, por los maléficos conjuros, los pérfidos hechizos, la ya conocida magia negra de Sánchez que deja a Sauron a la altura de los hermanos Malasombra. ¿Tú también, María de la Encarnación? Le dice  con un tono sombrío, señalándola con el dedo acusador mientras le pregunta que cómo se le ocurre semejante bajeza, tamaña cobardía, cómo se atreve siquiera a pensar en irse de vacaciones, en huir como conejos, en poner tierra de por medio cuando la patria más les necesita, cuando está más en peligro que nunca, hundiéndose lenta pero inexorablemente, como la casa Usher de Allan Poe, en la negra ciénaga de la inmunda dictadura de Sánchez.

Desde que se hicieron realidad los peores augurios, y el tirano Sánchez juró su cargo como presidente del gobierno, ilegítimo naturalmente, de España, A.B.C.  dando por hecho que España avanzaba a marchas forzadas hacia su fin, llenó de agua la bañera, y también los botijos, los cubos y todos los recipientes que encontró por la casa. Lo hizo porque unos días antes la providencial, la sabia y mesurada, la  siempre prudente y juiciosa presidenta Ayuso había dado la voz de alarma de que Sánchez, quién si no, tenía intención de matar de sed a la sufrida, a la insumisa e indomable Comunidad de Madrid por medio de un decreto donde se apoderaba de la Confederación hidrográfica del Tajo para cortar el agua a Madrid. La pobre, la indefensa Ayuso, esa virgen doliente, sensata como pocas, herida permanentemente por los siete puñales clavados por el propio Sánchez o por delegación en su banda de sicarios, recomendaba a los madrileños y madrileñas que a falta de agua buena es la cerveza, de modo que ordenaba a sus gobernados  beber cañas en las terrazas sin moderación alguna como remedio contra la sed. Ayuso también clamaba por la vuelta de la libertad a la madrileña, por el fin de la tiranía de Sánchez y su gobierno socialcomunista, chavista, bolivariano… etc. La perfidia de Sánchez no tenía fin, además de ser delegado de ETA, ahora también era el delegado para Europa del grupo terrorista Hamás. Pero la obsesión del déspota era rendir Madrid, humillar a  la heroica, la sufrida, la maltratada ciudad, primero ahogándola económicamente, y después, como decimos, matándola de sed. Y qué  más plagas bíblicas no enviaría a la pobre ciudad  una mente malvada como la suya. Pero para impedir semejante horror, semejante atropello  estaba esa Juana de Arco, esa heroína, esa española y madrileña porque Madrid es España y España es Madrid y….bueno todo eso, llamada Isabel Díaz Ayuso, esa superdotada política cuyo intelecto superior constituía un activo para Madrid y una letal amenaza para Sánchez, acaso la única esperanza, el último as en la manga de la ciudadanía que suspiraba por verse libre del opresor iniciando una reconquista, una cruzada, con ayuda de Vox, que esto de las reconquistas y las cruzadas es lo suyo, que bien podría comenzar en Madrid. Por eso tanto Sánchez como sus feroces esbirros la atacan constantemente, pero ella resiste pacíficamente, siempre exquisita en sus formas, sin hablar  mal de nadie, como suele, sin utilizar un mal gesto, una mala palabra contra los opresores, siempre paciente y sabia como una Gandhi a la madrileña.

Urgido por la maquinaria mediática de la derecha, A.B.C. se preparaba para salvar a España. Lo primero era hacerse con provisiones y muy juiciosamente empleó todos sus ahorros  comprando a precio de oro varias garrafas de aceite. También se aprovisionó de sacos de patatas, garbanzos y sobre todo papel higiénico, un elemento que ya se reveló de primera necesidad en la pasada pandemia, una pandemia que fue otra ocurrencia, una más, del perverso, del sádico Sánchez para joderles la vida a los españoles, su único afán, su propósito desde que llegó a la política, el perverso objetivo que siempre ha guiado sus pasos. También se hizo con velas, candiles y lamparillas de aceite para soportar las largas y difíciles noches de oscuridad que se avecinaban.

El tiempo avanzaba inexorable, el Rey Felipe VI en el discurso de apertura de Las Cortes, pidió expresamente a los presentes, diputados y senadores, “la búsqueda del entendimiento, el reconocimiento de nuestras diferencias unido al mutuo respeto como ciudadanos, en la certeza de que solo superando las divisiones tienen una base segura las libertades y los derechos”. Para hacer realidad los deseos del rey, el Partido Popular, y también Vox, pero fundamentalmente el Partido Popular y su líder Feijóo, un superdotado estadista que rivaliza con la Ayuso a ver quién miente, insulta, manipula y tergiversa más, ha hecho levantar del banquillo y calentar por la banda a los miembros de su equipo más respetuosos, más discretos, educados y tolerantes; los más fervientes partidarios de la distensión, el diálogo constructivo y la concordia entre españoles, los incansables buscadores del entendimiento, que no podían ser otros que Cayetana Álvarez de Toledo, Rafael Hernando y Miguel Tellado, que se ganó a pulso su puesto de portavoz cuando dijo aquello de que “Sánchez debería abandonar España en el maletero de un coche”.

A.B.C. nuestro español de bien y de orden, suspiró aliviado al saber que esos tres buenos españoles, ese trío de ases ganador, iba a defender a España, a rescatarla de las garras del Sanchismo. Pero el Destino, ese cabrón con pintas, le tenía reservada una muy mala pasada. Unos días después de dado el visto bueno a la odiosa amnistía por parte del Tribunal Constitucional, ése otro demonio del Averno, oficial de primera, llamado Carles Puigdemont  abrió todos los telediarios apareciendo en el aeropuerto de El Prat entre una nube de azufre. A.B.C. empezó en ese momento a sentir una fuerte presión en el pecho. Y sin decir nada a su mujer fue a la mesilla de noche, cogió una pastilla de Cafinitrina y se la puso debajo de la lengua. Poco a poco se fue sintiendo mejor. Pero por la noche, al oír a los tertulianos de las cadenas patrióticas que solía ver, y que ya habían sustituido las incendiarias palabras de siempre por el puro aullido, él también, por imitación, se puso a aullar. Después puso la radio y todas las cadenas que frecuentaba emitían programas especiales donde anunciaban a grito pelado que la llegada de Puigdemont era, sin posibilidad alguna de equivocarse, el fin, la destrucción, la demolición, la ruina de España.

A.B.C. ya fuera de sí, aullaba con la furia, la desesperación de una manada de lobos hambrientos. Su mujer, mientras iba corriendo a la mesilla a por otra pastilla de Cafinitrina, temió que a la vuelta su marido se hubiera convertido en un hombre lobo. Por suerte o por desgracia seguía siendo el mismo, solo que estaba completamente fuera de sí, enajenado mentalmente. Y no era para menos después de recibir en los últimos días continuos mensajes, todos ellos llenos de odio, rabia, violencia, tanto por parte de los serenos y constructivos portavoces del PP antes citados, como los máximos dirigentes de Vox con su Caudillo Abascal a la cabeza, y todos los periodistas, por llamarles de alguna manera, a sueldo de los medios de comunicación conservadores, que habían comenzado lo que ellos llamaban “la batalla definitiva” para salvar a España. Tanto las cadenas de radio como las de televisión no dejaban de emitir en bucle durante 24 horas al día el vídeo donde el Aznarísimo resume el espíritu golpista de la derecha cuando no gobierna, haciendo un desesperado llamamiento: “el que pueda hacer, que haga” a desafiar el resultado de las urnas, a poner en marcha todos los resortes disponibles en el ejército, en la policía, en la judicatura, en las cloacas, en donde sea con tal de recuperar el poder que las urnas, esas ingratas  urnas, les habían negado. 

Pero se habían pasado tres pueblos con sus incendiarias arengas, habían  calentado de tal manera la cabeza a sus lectores, radioyentes y televidentes que  comían única y exclusivamente en sus pesebres informativos el tóxico, el venenoso pienso compuesto de mentiras, crispación, bronca, insultos a granel, tergiversación y  manipulación, que éstos habían enloquecido, estaban fuera de sí, totalmente enajenados, incapaces de hacer otra cosa que aullar desesperadamente.

Después de darle la pastilla de Cafinitrina, su mujer, harta ya de tanta y tan burda propaganda que le estaba volviendo loco, tiró de los enchufes de la radio y la televisión, y al instante volvió a la casa el necesario, el saludable, el curativo silencio. Y esa noche, A.B.C. después de muchas noches de insomnio, durmió en su cama  el sueño reparador que tanto necesitaba. 

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