La DANA que está azotando el levante español, que se ha cebado con la provincia de Valencia, ha provocado un escenario de peligro absoluto de la democracia española. Los grupos de extrema derecha han tomado como arma contra el sistema la descoordinación, la ineptitud y la incapacidad de los responsables políticos para hacer frente a la crisis humana que se ha generado. Los mensajes «el pueblo salva al pueblo» o «Estado fallido» llenan, no sólo las redes sociales, sino también las conversaciones de la ciudadanía.
La indignación de las personas ha ido en aumento ante las imágenes de devastación que se están transmitiendo televisión y la falta de ayuda visible en estos primeros días ha provocado que los dedos apunten la clase política. Y eso está siendo aprovechado por la extrema derecha, tanto por la verde como por la «ardillil».
La rabia, el dolor y el miedo son aspectos que dejan a las personas indefensas frente a la manipulación y el señalamiento de los culpables hace que se escuchen cosas como las que se están escuchando en personas que, normalmente, son cautas, reflexivas y que nunca han tenido contacto con los movimientos extremistas.
No obstante, si se quiere mirar lo sucedido en Paiporta como un hecho aislado de una minoría entonces sí que la democracia está perdida. El problema es mucho más profundo y viene de lejos. La desafección y la crispación se ha ido incrementando en España desde la entrada en el Parlamento o en gobiernos de diferentes administraciones, incluso de la central, de las formaciones de extrema izquierda y de extrema derecha. Por no hablar de determinados pactos parlamentarios con el independentismo o el nacionalismo, acuerdos que son legales, que son legítimos, pero para los que buena parte de la ciudadanía española no está preparada para asumirlos.
La inacción y la inoperancia de los gobiernos central y autonómico han sido la gota que ha colmado un vaso que estaba a punto de desbordarse desde hace tiempo. El aguante de la ciudadanía ha sido puesto a prueba porque desde el año 2014 el país no avanza en lo que se refiere al bienestar ciudadano. La cuestión no es cosa sólo de Pedro Sánchez y de su gobierno, la paciencia ciudadana ya comenzó a ponerse a prueba con Mariano Rajoy y los que llegaron para salvar a la patria de la casta o de los traidores a España (utilizando sus propias expresiones) no han solucionado nada a pesar de que ya «han tocado pelo».
Las expresiones de violencia que sufrió el domingo Pedro Sánchez no son inéditas. Mariano Rajoy recibió un soberano puñetazo en el ojo y el nivel de crispación no era ni la mitad que el actual.
Los hechos de Paiporta se veían venir desde hace tiempo. Pedro Sánchez no puede pisar la calle sin riesgo a ser atacado. Es un hombre que, por sus errores, vive encerrado en el Palacio de la Moncloa y sólo puede salir a actos de partido, donde todo está muy controlado, o a cumplir su agenda como presidente del Gobierno. Pero el domingo no fue atacado sólo Sánchez, sino que también lo fueron Felipe VI y Carlos Mazón.
Más allá de la tragedia lo que está en riesgo extremo es el propio sistema democrático, en una escala no muy lejana a los meses previos a los intentos de golpe de Estado que surgieron desde el año 1978 hasta el 23F.
Entonces había una clase política con una mayor altura de miras, de la que se podía esperar espíritu de Estado. En la Transición la fuerza ciudadana de la ultraderecha era mucho mayor. Sin embargo, políticos de distinta ideología como Manuel Fraga, Adolfo Suárez, Felipe González o Santiago Carrillo se pusieron de acuerdo en muchos elementos que han sido la clave para la democracia actual.
Ahora eso ni está ni se le espera. Los partidos políticos se han convertido en una especie de máquinas electoralistas en las que sus líderes actúan como los consejeros de administración desalmados de Wall Street. Nada les importa más que los índices de popularidad o el resultado de los sondeos. Eso es muy peligroso, sobre todo porque, cuando desde el punto de vista del bienestar ciudadano, no se ha recuperado ni el 50% de la prosperidad que se perdió en 2008. Y desde entonces han pasado gobiernos socialistas, populares y de coalición supuestamente progresista.
La democracia se ha dado por sentada sin tener en cuenta las necesidades reales del pueblo. Hay miles de ejemplos que demuestran que ni PSOE ni PP han sido permeables a ello y se han sometido a otros intereses superiores. A medida que ha pasado el tiempo se han ido pervirtiendo valores que parecían innegociables, los poderes del Estado se han corrompido de un modo u otro (en algunos casos la corrupción es absoluta) mientras el pueblo sufre con una pauperización alarmante de sus condiciones de vida, con peores servicios públicos, con unos prácticamente inexistentes servicios sociales, con una casta judicial que sólo está a los intereses de los poderosos (sobre todo si pertenecen a las élites económicas, empresariales o financieras).
Ahora llega la tragedia de Valencia. La indignación está siendo aprovechada por las distintas facciones de la extrema derecha para generar un ambiente absolutamente golpista. En la propia conversación del rey con uno de los afectados de Paiporta, éste le espeta al jefe del Estado que había que hacer caer al gobierno y que si el pueblo no se levanta eso no pasará. ¿Eso es propio de un demócrata o de alguien que pretende imponer una opción política por la fuerza? ¿Por qué la extrema derecha no se levantó contra los recortes de Mariano Rajoy o no ha movido un dedo contra las sentencias del Supremo que van en contra del interés general de la ciudadanía? ¿Entonces no había que hacer caer a ese gobierno que dejó moribunda la protección del Estado a la ciudadanía?
Ante una situación así es la hora de la política con «P» mayúscula, como le dijo Santiago Carrillo a Adolfo Suárez en su reunión secreta de febrero de 1977 en un chalé de las afueras de Madrid propiedad de José Mario Armero. Un hecho trágico puede ser el «real torcedor» de la política. Así se demostró entonces. El asesinato de los abogados de Atocha y la respuesta del PCE el día del entierro cambiaron el panorama de la evolución de la transición.
Ahora, tanto el PSOE como el Partido Popular, junto a Felipe VI, tienen la oportunidad de dar el paso que todo el mundo sabe que se debe dar pero que nadie se atreve a iniciar, sobre todo porque se manejan cálculos electorales. Y no es el momento.
España y su pueblo necesitan rebajar la crispación y eso sólo se puede conseguir si los dos grandes partidos van de la mano, incluido con un gobierno de gran coalición. España y su pueblo precisa de, al menos, 8 años para reconducir la situación, pero no solos, sino implicando a todo el mundo a la hora de crear un escenario de progreso que no sea frenado por la gresca política o por la aritmética parlamentaria.
España y su pueblo necesitan reformas muy profundas en las que, inevitablemente, tienen que estar implicados los poderes privados. En la transición se cometieron errores, es cierto, pero están localizados para no volver a incurrir en ellos. Sin embargo, en esa época los poderes económicos, empresariales y sociales estaban comprometidos con los pasos que había que dar para crear un sistema democrático.
Ahora ya ha llegado el momento. No se puede perder ni un minuto. Todos pueden ceder, porque a nadie le interesa que la crispación siga creciendo y que los extremos se nutran de la desafección o de la rabia. El Partido Popular puede asumir parte de la agenda social del PSOE. Los socialistas pueden asumir parte de la agenda económica del PP. Si se analizan los programas electorales de ambas formaciones con las que concurrieron al 23J rápidamente se hallan puntos de encuentro.
Respecto a esos poderes económicos, empresariales y sociales ellos serían los principales beneficiarios de la caída de la crispación porque, si un país encuentra la estabilidad, las inversiones llegan. En consecuencia, ¿a qué están esperando?
Tanto la extrema derecha como la extrema izquierda no pueden sostener las agendas gubernamentales de una democracia porque, tanto los unos como los otros, tienen muchos puntos contrarios al consenso y el acuerdo. Por eso, tienen que ser los grandes partidos. Y, en caso de que no se pongan de acuerdo, Felipe VI tiene que utilizar todos los poderes que le confiere la Constitución para generar ese ambiente y llamar a los políticos al orden.
Eso sí, esa reforma no puede ser liderada ni por Alberto Núñez Feijóo ni, por supuesto, por Pedro Sánchez. Hay otros que lo pueden conseguir, tanto en uno como en el otro partido. Sólo es necesaria la voluntad porque a la extrema derecha sólo se la puede frenar con prosperidad y bienestar.