Al igual que ocurrió en España durante el franquismo, o con el exilio cubano, la oposición venezolana no es un ente unido, sino que tiene una profunda división que le incapacita para lograr el apoyo interno e internacional con el que derrocar al régimen de Nicolás Maduro.

En las elecciones de 2015 pareció que se había logrado una unificación de las principales facciones de la oposición venezolana en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Fue entonces cuando se logró una victoria aplastante con la obtención de dos tercios de la Asamblea Nacional. Sin embargo, el principal factor de división, la utilización de la calle como elemento de presión al régimen de Maduro, siguió ahí a pesar de que la oposición controla el Parlamento en contra del control del gobierno de otras ramas del Estado.

Esto está provocando que, a pesar de la autoproclamación de Juan Guaidó, los líderes opositores a menudo parecen gastar más energía en denigrarse unos a otros que en censurar al gobierno o elaborar una estrategia para poner fin a la crisis y estabilizar una economía colapsada. Esto lo sabe Maduro, y lo aprovecha.

A día de hoy la MUD no existe porque se rompió tras el fracaso de las protestas de la primavera de 2017 en las que murieron más de 150 personas.

Existe un ala dura que es partidaria de que continúen las protestas callejeras y que pretenden sacar a Maduro del Palacio de Miraflores por la fuerza de la calle y tomar el poder. Esta facción tacha de falsa oposición e, incluso, de «colaboracionistas» a los más moderados que pretenden el cambio a través de procesos democráticos y de negociación con el régimen. Un aliado de estos opositores duros es el organismo autodenominado Tribunal Supremo de Justicia en el Exilio, formado por jueces que tuvieron que huir de Venezuela. Estos magistrados comenzaron a dictar sentencias como, por ejemplo, la del pasado mes de agosto en la que condenaron a Nicolás Maduro por corrupción con una pena de 18 años en una prisión militar. La Asamblea Nacional, tras las presiones del ala dura opositora y del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA) ratificó esta sentencia.

El marzo de 2018 la oposición más moderada lanzó un «frente amplio» para intentar recuperar el espíritu de la MUD e incorporar a la sociedad civil en la lucha por unas elecciones democráticas, libres y justas. Este frente —el Frente Amplio Venezuela Libre— reúne a sindicalistas, trabajadores de ONG y universidades, líderes empresariales y religiosos, así como partidos opositores de dentro y fuera de la MUD, incluidos chavistas disidentes.

Sin embargo, la ruptura entre líderes políticos y la sociedad civil pareció llegar a su fin tras la autoproclamación de Juan Guaidó porque ese movimiento del presidente de la Asamblea Nacional contaba con el apoyo internacional, sobre todo de Estados Unidos, y parecía que anunciaba el fin del régimen de Maduro. Sin embargo, pronto se supo que ese movimiento podía estar apoyado, e incluso financiado, por los bolichicos, esos ciudadanos venezolanos que se enriquecieron con la corrupción de la PDVSA de Rafael Ramírez. Eso encendió las alarmas, sobre todo cuando el propio ex presidente de la petrolera nacional se postuló a presentarse a las elecciones que se convocarían tras la caída de Maduro.

Fue entonces cuando el exilio venezolano puso los ojos en España, donde operan muchos de estos bolichicos, sobre todo por las conocidas relaciones entre ex socios de Rafael Ramírez, como es el caso de Jorge Neri, con el entorno de Leopoldo López en Madrid e, incluso, las relaciones familiares entre Leopoldo López —el padrino político de Juan Guaidó— con personajes como Alejandro Betancourt.

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