martes, 7mayo, 2024
27.6 C
Seville

La fortaleza de los vínculos

Helena Pérez Llorca
Helena Pérez Llorca
Una vez licenciada en Comunicación, trabajé en el reporterismo escrito, practicando el periodismo de cocción lenta. En el Máster de Mujeres, Género y Ciudadanía recibí las bases para la comprensión de los estereotipos y los roles de género. Y esta nueva mirada me animó a poner en marcha un programa de radio sensible a la construcción social del femenino y del masculino. En la Universidad, colaboré en dos proyectos de investigación y fui cofundadora de un tercero, que nació con la voluntad de mejorar la competencia comunicativa audiovisual en la educación. Una experiencia que me permitió conocer de cerca el mundo educativo y emprender una etapa como docente. Ahora, siento necesario compartir experiencias que descubro y de las que aprendo, y que se me presentan esenciales para una mejor comprensión del arte de la vida, porque entiendo que permiten la conexión con una percepción holística del mundo y del ser humano. Más adelante, no lo sé. Lo que sí intuyo, cada día con más intensidad, es que atender al amor y a la libertad mantiene creativa la energía y da paz.
- Publicidad -

análisis

- Publicidad -

Fue una tarde de domingo especial. La Casa de Espiritualidad Sant Felip Neri acogió el encuentro Naturalidad, Espiritualidad y Gestión de la Covid, dentro de la III Jornada de diálogos entre medicinas, organizado por la Asociación Gass. Su presidente, Eduard Casas, presentó el acto, y Berta Meneses, maestra zen y monja filipense, hizo la presentación del primer invitado, el Dr. Josep Maria Mallarach, especializado en biología ambientalista. Antes de que él empezara a hablar, Berta Meneses quiso recordarnos la importancia de estar presentes y el valor trascendente de los pequeños momentos.

Así, vinculados con la conciencia del aquí y ahora y con el «no dejar para después», las casi 150 personas asistentes salimos de viaje por caminos indígenas con el Dr. Mallarach haciéndonos de guía. Primero, a Camerún, en África Central, para que pudiéramos comprender la enorme compasión que sentían las mujeres y los hombres de esta República hacia nosotros, los occidentales. Compasión por la forma en que hemos vivido el virus y la pandemia, con tantos muertos y tanta falta de libertad. Porque allí, en Camerún, el conjunto de la población “lo ha vivido bastante bien”, nos explicaba, aunque sólo hay un 1% de la población vacunada. Interesante de entrada, el inicio del viaje ya daba cómo para hacerse preguntas.

Josep Maria Mallarach estaba contento de poder mostrarnos cómo las medicinas indígenas siguen “no sólo vivas, sino florecientes”, y cómo este crecimiento es inseparable de un estilo de vida más armónico y saludable que el de Occidente: sin prisas, más respetuoso con la naturaleza y con una dedicación a la meditación y la contemplación, porque le dan valor a la buena salud espiritual. En las tradiciones indígenas, lo personal, lo comunitario, lo ambiental y lo trascendental se unifican y se interrelacionan. Todo está en comunión, todo se comunica y, por tanto, la salud siempre es una responsabilidad comunitaria. Curioso. De manera que entienden la salud como resultado de una interacción de factores espirituales, personales, ambientales, sociales, económicos, culturales y físicos.

Durante el viaje, que fue de agradecer, porque con el tema de la Covid hacía mucho tiempo que no cruzábamos fronteras, nos apuntó dos datos a recordar: que el 40% de la biodiversidad del mundo y más del 90% de las lenguas se conservan gracias a los pueblos indígenas. Datos remarcables, sobre todo si estábamos apegados a creencias dudosas acerca de si sus estrategias para conservar la naturaleza hubieran sido mucho más efectivas que las nuestras, las de Occidente. (En cualquier caso, tengamos dudas o no, los datos hacen pensar que algo estarán haciendo mejor, seguro.)

El Dr. Mallarach nos animaba a tener en cuenta esta diversidad interconectada de los pueblos indígenas y a intentar utilizar su mirada integrativa, en especial en los momentos que estábamos viviendo, para que nos ayudara a poner atención al conjunto y a las interrelaciones y, al mismo tiempo, pudiéramos empezar, sino a liberarnos, sí a ser conscientes de nuestra percepción reduccionista y limitadora. Nos recordaba que Occidente representa el 25% de la población mundial y se queda con el 80% de los recursos del mundo. Pero ni los datos ni las consecuencias que se derivan de ello se explican en las noticias.                                                                                        

Como tampoco se explica que el uso de medicinas indígenas haya aumentado en Occidente, ni que la OMS las haya reconocido como “medicinas tradicionales y complementarias” desde el año 2005. Medicinas que tienen una importancia mundial y que muchos países las usan como primera opción. Es lo que ocurre con la medicina china, cuya antigüedad se remonta a 5000 años y el número de usuarios asciende actualmente a unos 600 millones de personas. O que se practique con una farmacopea inversa; es decir, que se aplique un medicamento único para una persona en un momento determinado que no sirve para otra. Podríamos, pues, entender que hay 600 millones de remedios. (¡Cuántas posibilidades! ¡Apetece investigarla!) O la medicina ayurvédica de la India, que busca encontrar la raíz profunda del problema para poder recuperar la salud y que, fuera de Occidente, se practique sin entrar en conflicto con otras medicinas. (O sea que se las respeta.) O como la homeopatía, que busca restablecer la energía vital de la persona para que esté equilibrada y pueda conseguir sus fines últimos. La homeopatía está reconocida en la Constitución Europea y se la considera medicina oficial, por lo que se puede acceder a ella a través de la Seguridad Social en países como Suecia, Alemania -donde nació en el siglo XVIII- y en el Reino Unido. Josep Maria Mallarach nos recordó que la familia real británica la utiliza de forma habitual y que, a la vista de la longevidad de la Reina Isabel II, no podríamos aventurarnos a decir que no es eficaz.

De Inglaterra volvimos rápido a Barcelona, y Josep Maria Mallarach se despidió con el deseo de habernos orientado hacia la salud, invitándonos de nuevo a dejar prejuicios, como el de considerar casi neolíticas las culturas indígenas, y nos recordó que su medicina, que en el mejor de los casos es usada en Occidente como una alternativa, está curando a la mayor parte de la humanidad. (¡Que sí, que sí! ¡Que si echáis cuentas, las cifras poblacionales cuadran!)                                                                                        

Aún con el jet lag del viaje, tuvimos que entrar de lleno en el transhumanismo que nos traía el siguiente invitado, el Dr. Albert Cortina, abogado, urbanista y ensayista. Lo presentó Josep Otón, autor del libro Simone Weil: el Silencio de Dios. Y hay que decir que Albert Cortina nos avisó de que nos venía a explicar una realidad difícil de digerir por la aceleración del fenómeno. Una nueva realidad en este nuevo orden mundial donde las personas serán robots y los robots serán considerados personas, «personas electrónicas», según el nombre oficial de la UE; es decir, tendrán personalidad jurídica. (Si buscáis, en menos de cinco minutos podéis encontrar la Resolución del Parlamento Europeo del 16 de febrero de 2017 donde se hacen recomendaciones destinadas a la Comisión sobre normas de derecho civil relacionadas con la robótica, para regular derechos y deberes de estas máquinas inteligentes y autónomas con capacidad de ser entrenadas para pensar y tomar decisiones de forma independiente. Tal cual.)                                                                              

«¿Estamos en un cambio de era?», preguntó al público. Para él, sí, porque se aceleran tres revoluciones técnicas: la digital, la biológica y la del espacio. Y confluyen con otras tres: la ecológica, la humanista y la espiritual. Así, úteros artificiales para la gestación y humanización de los robots se mezclan con la preocupación del desarrollo integral humano y el anhelo de iluminación de una fe hacia la razón. (Nadie le preguntó si no eran demasiadas revoluciones a la vez y poco compatibles, y él continuó.) El tiempo de la conquista y del control de territorios está desfasado, quiso decirnos, y ahora esto ya va de una apuesta más agresiva: estamos en una segunda fase que pretende conquistar y controlar la mente humana, hacer que migre hacia otro soporte, más allá del cuerpo y del alma, para liberarla de la condición humana. La idea transhumanista, por tanto, promete perfección y esperanza “trascendente”1 y así el concepto de muerte se convierte en caduco. (Era previsible, siempre llegamos a la muerte de una forma u otra. Y, además, hay algo que cuesta entender: ¿cómo liberarnos de una condición que todavía no hemos alcanzado? Pero eso tampoco lo preguntamos en voz alta.)

Una inquietud sí fue lanzada desde el público, de una mujer que, con su permiso, diría que estaba rodeada de una especie de aureola entre la madurez y la inocencia. «Es una pregunta que no sé si podrás responder”, le dijo. “¿Qué debo hacer yo ahora a la hora de votar?” Y en la sala explotó la risa, porque era una inquietud compartida, y porque era una pregunta retórica, ella ya había dicho que, por primera vez en la vida, no tenía intención de votar. El Dr. Cortina fue sincero diciéndole que ante esta naturaleza oscura de la globalización, que se carga la tradición, los conocimientos, las costumbres, las creencias y las formas de vida, donde los límites están confundidos y la evolución puede ser entendida como involución. Ni el mundo político ni el cultural tienen respuestas; derechas e izquierdas están mezcladas como en una macedonia; se han hecho “amigos de cama” personas muy extrañas. “Estamos todos despistados”, dijo casi suspirando.” “¿Y de la iglesia, qué podemos esperar?”, preguntó alguien en medio de la sala. «La iglesia…mmm…también está despistada, y tampoco tiene respuestas». Añadió para terminar.

1 Las comillas, las he puesto yo, porque su uso no me parece apropiado en este contexto.                                                                                  

Y entonces le tocaba el turno a la Dra. y monja benedictina Teresa Forcades que, por lo que nos explicó, no parecía representativa de una iglesia despistada, al contrario. Se sentó en una silla junto a su hermana de sangre, Cristina Forcades, quien la presentó como maestra, 

activista social comprometida y representante del espíritu crítico. Y, después de reajustarse bien el hábito, usó un tono humorístico y nos recordó que el intelectualismo es lo primero que se carga un sistema autoritario, y a los humoristas en primer lugar. Y así, con humor, relajó la sala de la confusión y el desconcierto transhumanista, con una escenificación parodiada de las actuaciones mecánicas que a diario se pedía que cumpliéramos, con mucha insistencia, desde las instituciones, y que, en general, no se discutían: desinfección compulsiva de manos y ropa, obligación de dejar las bolsas de los supermercados en la entrada de las casas; duchas repetidas después de tocar las bolsas, atención extrema con la suela de los zapatos; ahora abrimos comercios, ahora los cerramos… Normas que no sólo se acataban sin discusión, sino que la propia ciudadanía asumía hasta el punto de hacer de policía voluntaria de quienes parecían sospechosos de incumplirlas. Todas ellas, una serie de actuaciones que podían recordar escenas a cámara rápida del cine mudo de Chaplin en el papel de un personaje que, por desgracia, está sufriendo lo que se ha etiquetado oficialmente como TOC, trastorno obsesivo compulsivo.                                             

Al escucharla, pensé en un amigo que convive con rituales parecidos y en lo que me había dicho al principio de la pandemia y de los insistentes mensajes oficiales: que ahora ya podía sacar el gel de manos de la mochila sin tener que esconderse por temor a que sus rituales fueran considerados los de un loco o un trastornado; ahora serían celebrados como señal de “buen ciudadano responsable”… Aunque añadió que, llegados a este punto, ya no sabía si se sentía más libre o más amenazado que nunca. Tenía claro en cambio su incredulidad ante los mensajes oficiales y a todo lo que estaba pasando; no se los creía, los encontraba exagerados, enajenados, como de ficción, y con una intención poco clara. Él, que está pasando por un proceso introspectivo para liberarse de estos enganches, me hizo ver que, para comprender lo que estaba pasando a gran escala -a escala global-, era suficiente con observarlo a pequeña escala. Un núcleo familiar, por ejemplo, puede ser suficiente para comprender cómo te rindes y te enganchas a la repetición y a los rituales compulsivos si te insisten en la necesidad de hacerlo aquellos en quienes confías tu protección, porque te aseguran con palabras, gestos y actitudes que es cuestión de vida o muerte, de supervivencia. En su caso, la autoridad insistente se ejercía, sobre todo, por ignorancia y sobreprotección, y ¡lo querían!. Pero, fuese como fuese, me explicaba que, cuando cumplía con las normas, se sentía integrado dentro de ese núcleo familiar y, si no las cumplía, entraba en conflicto porque no era aceptado. Así, aunque las causas de sus obsesiones sean más complejas de explicar, precisamente por las interrelaciones de la psique, su inconsciente había incorporado y normalizado estos mecanismos de base que le servían, sobre todo, en momentos de bloqueo, donde no podía pensar y no era necesario; sólo tenía que actuar compulsivamente. Por suerte, puede trabajar esta esclavitud porque es consciente y quiere mantenerse despierto. Su relato me hizo pensar que si aquellos de donde procede la autoridad y cuya función, en teoría, es la de protegerte, te están confundiendo con consignas que son incoherentes, ocurre que lo que reconocemos como sentido común se convierte en el más enajenado de todos los sentidos.

En las misas de los diferentes países, explicaba Teresa Forcades, se dejaron de dar la paz para evitar el contacto con las manos. “¡Pero, si un virus respiratorio no se contagia a través de las manos! Entonces, ¿por qué esa obediencia sin cuestionar nada?” “¿Cómo puede ser que sin evidencia científica, y cómo puede ser que en todas partes?”, se preguntaba. Y una manera de encontrar respuesta a un comportamiento tan general, tan poco cuestionado, a pesar de las incoherencias, y tan masificado, porque a nivel planetario nunca había pasado, es, precisamente, preguntándose cómo puede ocurrir que un grupo de individuos se conviertan en una masa. Nos decía que quienes han investigado el comportamiento humano en los totalitarismos, como Hannah Arendt y Mattias Desmet, lo explican. Un pueblo se forma a partir de las raíces comunes. En cambio, a una masa se le da forma a partir del miedo. Porque en situaciones de pánico es el instinto de supervivencia el que se pone en marcha, y no importa que las consignas sean absurdas; se evita el conflicto, las disociaciones cognitivas no se pueden atender, no hay sitio para las dudas, todo se acata por el deseo de encontrar soluciones. Y más si estas consignas y prohibiciones son escalonadas. Teresa Forcades recordaba que cuando se nos confinó en marzo de 2020 había de ser solo por “quince días”. A causa del miedo a ser contagiados, a contagiar a quienes amamos, a enfermar… “…a ver quién era el guapo que no las seguía”. Confinados quizás en pisos minúsculos y con convivencias difíciles, pero todo el mundo quería hacerlo bien. Por tanto, consentíamos y nos dejábamos aislar. Y aislados, y lejos de la compañía humana, se rompe el equilibrio interior. Un equilibrio que depende de “que no estoy yo sola”, nos dijo. En ese momento, mirando la sala llena, volví a pensar en la importancia de pertenecer, en el sentimiento de pertenencia, en que somos seres sociales.

Y precisamente esa necesidad de pertenecer era la intención del encuentro de cada noche a las 20 horas cuando salíamos a aplaudir, todo el mundo a la una. Allí sentíamos que formábamos parte de la humanidad. Dejábamos el aislamiento durante unos segundos para formar parte de un todo. Éramos una gran patria que aplaudía. Sí, nos decían que lo hacíamos por el personal sanitario que estaba en las trincheras velando sin descanso por la salud global, por la supervivencia del mundo. Pero (dejando de lado este primer fuego fatuo), en aquellos segundos de ritual, lo que se ejercitaba en cada uno de nosotros era el sentimiento de pertenencia, “visceral, primario, profundo”, que no pedía porqués. Con compasión, nos hizo profundizar la Dra. Forcades: “¿qué nos movía realmente? ¿Los aplaudíamos por egoísmo? ¿Por la necesidad de sentirnos vinculadas y vinculados?”.

Una masa que aplaude, una masa que tiene “una tolerancia máxima a la autoridad de un poder que se convierte en arbitrario”, y una intolerancia máxima y absoluta hacia cualquiera que cuestione esta autoridad. Porque toda cuestión queda por debajo de la supervivencia; como en el Síndrome de Estocolmo que, para no enloquecer, amas a quien te secuestra. El cuerpo está preparado porque no puede aguantar más la angustia. No importa la lógica. Como cuando llegó la primera vacuna que aseguraba un 95% de absoluta eficacia. En ese momento, no importaba si salían artículos científicos que la cuestionaran, no importaba si la inmunidad natural había sido siempre la mejor solución para protegernos. No importaban las diferencias en los datos de mortalidad entre España y Portugal, cuando un virus no sabe de fronteras y menos si son kilométricas. No había respuestas racionales, porque tampoco la necesidad se había generado desde la razón. Son las vísceras las que mandan, son las vísceras las que iban a hacer cola para buscar la vacuna. Situaciones en las que el estado mental de psicosis global se convierte en hipnosis. Y la participación se convierte en la salvación, porque es lo que nos vincula socialmente de nuevo, mientras que el motivo es lo de menos. No importan ni el pensamiento ni la experiencia. No hay lógica por diáfana que sea. Se anulan las conexiones. Quizá por eso cuesta ahora tanto relacionar las vacunas con los síntomas y muertes que siguen a su administración. No se establece el vínculo tampoco. Es como si no existiera, o el miedo hiciera rehuir los 41.000 efectos secundarios que la propia farmacéutica Pfizer ha hecho ya públicos, obligada por un juez, cuando pretendía mantenerlos secretos durante 75 años.                                             

Por último, Teresa Forcades hizo dos propuestas, precisamente en la línea del vínculo tan necesario. Una, la de realizar un tipo de Encuentro Semanal o Programa de participación que tuviera continuidad, donde cupiera el humor y generara pensamiento y discurso crítico, para que estuviéramos despiertas y despiertos, precisamente. Y otra propuesta consistente en realizar un registro de los efectos secundarios a nivel local para ayudar a encontrar soluciones.                                                                                        

Si de su intervención tuviera que quedarme con una frase que podría haber sido un titular bonito, porque me conecta con el equilibrio, con el pacto y con la conciencia ante la situación compleja, sería la que dijo al hablar de las misas: «Nos lavaremos las manos si queréis, pero no dejaremos de darnos la paz».                                                                                      

Las intervenciones se completaron con el Dr. Jordi Pigem, filósofo y escritor, también presentado por Josep Otón, que definió la interioridad humana como el mayor de los tesoros, al tiempo que se preguntaba: “¿quién forma estas masas?”. «¿Quiénes son los responsables de este golpe de estado a la interioridad y de la aceleración de la robotización humana?» Él, que se educó en una visión científica y materialista del mundo, hablaba de la transformación de su mirada a través de la meditación. Una práctica que le ha permitido ir más allá de las realidades tangibles, más allá de lo que se puede “tocar”.                                                                                    

Puso la atención en la despersonalización de la medicina occidental, y lamentó la pérdida del efecto curativo de la escucha médica, tan necesaria, y que se ha perdido con la digitalización y con los protocolos que marcan atender a 50 personas en dos horas; convirtiéndolos así en síntomas y, por tanto, diagnosticadas y tratadas a fragmentos, sin tener en cuenta la globalidad de la vida ni la potente influencia del entorno. Y comparaba la medicina occidental, como lo había hecho también el Dr. Mallarach, con otras medicinas, como la tradicional china, fundamentada en la filosofía Taoísta, que considera el cuerpo humano como una entidad total en interrelación con el medio ambiente, que se equilibra con el flujo adecuado de la dimensión espiritual y emocional, antes que la mental y la física. O como la energía trascendente del Karma de la tradición budista, que relaciona las acciones y sus consecuencias, y que siempre está presente en el diagnóstico, como ley de causa-efecto. Señalaba así que la medicina occidental, hija de esta visión científico-materialista, nos cierra la mirada y la mente.                                                                              

Escuchándolo, recordé las declaraciones de un médico, que tiene un cargo de responsabilidad en un hospital de la ciudad, hablando de resultados en relación con una medicación destinada a un tipo de cáncer hematológico. Explicaba que el 40% de las personas que habían dejado la medicación volvían a desarrollar la enfermedad, pero cuando se le preguntó qué se sabía del tipo de vida de estas personas reincidentes y del 60% que sí la había superado, contestó que no había registros ni del tipo de vida ni de su entorno, no se sabía nada; lo que constaba era que, después de dejar la medicación, a unas les había funcionado, y a otras, no. Además, no se le había dado mayor trascendencia a la pregunta, porque no había habido ninguna reflexión posterior al respecto, al menos en voz alta. Claro, todo ello hace pensar que, si no vemos las dimensiones espirituales, emocionales y ambientales, no podemos cuidarlas y, tampoco, no reaccionamos cuando son atacadas por aquellos que sí que saben que son importantes.

Y, precisamente, en la línea del estar atentos a los ataques, aunque vayan disfrazados de bromas, Jordi Pigem listó algunas de las conductas de los máximos accionistas del mundo acelerado. Como los cierres de cuentas de redes sociales, si se pone en entredicho su autoridad; la creación de nombres que tergiversan los significados, como la del verificador Maldita o la de la patente 666 de Microsoft para microchips humanos; la anulación de cuentas corrientes si asistes a encuentros como éste… (Hago otro paréntesis pensando en estas cinco monjas de clausura del monasterio benedictino de Santa Caterina de Perugia, en Italia, a las que les acaban de cerrar el monasterio, porque la abadesa madre se ha negado a obligar a las otra hermanas a vacunarse. Así, las han separado y las han repartido por el país, alejándolas unas de otras…) Y nos preguntaba Jordi Pigem: «¿Qué pacto con el diablo han hecho quienes tienen poder?», y “¿Qué rituales oscuros practican sus organizaciones para obtenerlo?”.

Proponía buscar respuestas a través de Buda, de un Buda desesperado que no despierta y que, para despertar, se sienta en la higuera sin moverse, tocando la tierra y resistiendo las tentaciones del mal. ¿Y cómo despierta ese Buda? Siendo consciente de los tres peligros que enseña la psicología budista que nos enferman, y enferman al mundo: la ignorancia, el apego al poder y al control, y la aversión. Si la barbarie alemana tenía a los mejores intelectuales del mundo, como nos dijo, no estaría de más conectar aquí la frase del actor John Malkovich cuando hablaba de la interpretación de su personaje en la película Ogro, de 1997, sobre el nazismo: “Para imaginarme un nazi, tengo suficiente con mirarme a mí mismo…No es malo saber que todos llevamos un nazi dentro; saberlo es la mejor manera de estar vigilante con uno mismo y de controlar una amenaza que es eterna». Seguro que hizo un trabajo de introspección para poder interpretar, con compasión, al personaje. Y no              tuvo que mirar fuera para encontrar al diablo que movía su interpretación… Y volviendo al Buda, sé que es una ilusión, pero, me imagino mucha gente sentada bajo una higuera en diferentes lugares del mundo. A una hora acordada. ¿Os imagináis la fortaleza del vínculo? ¡Qué potente y poderoso!                                                                                    

Me pareció que la intervención de Jordi Pigem era una llamada a nuestra responsabilidad social, y nos invitaba a dar un valor de oportunidad a lo que estábamos viviendo, una oportunidad para despertar y transformar los tres peligros budistas en sabiduría, en no apego y no aversión. Y para eso también nos proponía un viaje, como había hecho Josep Maria Mallarach, un viaje espiritual en contacto con la tierra y sin movernos de debajo de la higuera -aunque seguro que al ponente no le valían excusas, ni a Buda tampoco, habría estado de acuerdo que, si somos de ciudad y no encontramos higuera, también nos sirve un puente-. Un viaje introspectivo, con una mirada integradora, para tocar y favorecer la belleza, el amor y la vida y estar más cerca de cerrarle el paso a la locura, al mal y al miedo.

Fueron más de cuatro horas de encuentro intenso, el pasado domingo 13 de marzo de 2022, organizado por la Asociación Gass, en un espacio sagrado de la ciudad de Barcelona, la Casa de Espiritualidad Sant Felip Neri, regentada por monjas filipenses, y que concentra un abanico de actividades repartidas en seis áreas, donde la espiritualidad y la naturaleza están en armonía y se celebran con buena salud.

*Aquí os dejo el link de La Fortalesa dels Vincles, una crónica de la III jornada de diàlegs entre medicines: Naturalitat Espiritualitat i gestió de la Covid. Organizada por la asociación GASS, el mes de abril del 2022, y en la que participaron Teresa Forcades, Jordi Pigem, Josep Maria Mallarach y Albert Cortina. 

- Publicidad -
- Publicidad -

Relacionadas

- Publicidad -
- Publicidad -

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre

- Publicidad -
- Publicidad -
Advertisement
- Publicidad -

últimos artículos

- Publicidad -
- Publicidad -

lo + leído

- Publicidad -

lo + leído