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Los demócratas de este país están con Irene Montero

Más allá de ideologías y discrepancias políticas, la prioridad es combatir al fascismo machista que se ha unido para linchar a la ministra de Igualdad

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análisis

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La caza de brujas contra Irene Montero sobrepasa la dimensión ética y moral y roza ya los límites de la legalidad. Fuera del Parlamento, el acoso que está sufriendo la ministra sería considerado motivo de delito y terminaría en los tribunales. Sin embargo, la ultraderecha se escuda en la inmunidad parlamentaria y en el derecho a la libertad de expresión que asiste a todo político para llevar a cabo un escarnio inhumano, cruel, intolerable. Lo que tuvo que soportar ayer Montero (que terminó derramando lágrimas tras la tensa sesión en el Congreso de los Diputados) va más allá de cualquier cosa que hayamos visto en ese hemiciclo en la historia reciente de este país.

La ministra de Igualdad puede haber cometido errores como cualquier hijo de vecino –su ley del “solo sí es sí” adolece de defectos técnicos y su ataque contra la judicatura, a la que tildó de facha, fue desafortunada– pero eso no les da derecho a los diputados ultras para lanzarse sobre ella, como hienas salvajes, e intentar despedazarla viva. Siempre hay un límite y en la política también. No todo vale, pero Vox y algunos miembros del PP y Ciudadanos entienden el insulto como un arma legítima en la confrontación de ideas. En realidad faltan al respeto al adversario porque no entienden lo que es la democracia ni les interesa (pretenden destruirla desde dentro) y porque, aunque de pequeños fueron a colegios de pago, se criaron como monstruos al margen de la educación, el respeto y el civismo.

Pero hagamos un breve repaso de lo ocurrido ayer en el Congreso de los Diputados. La sesión venía caliente después de que Carmen Herrarte, concejala de Ciudadanos en Zaragoza, abriera la veda contra la víctima de la cacería al acusar a Montero de estar donde está “por haber sido fecundada por un macho alfa”. Se conoce que, como la formación naranja ya ha puesto el cartel de “Se traspasa” o “Cerrado por defunción”, la mujer anda haciendo puntos para que el PP se fije en ella, o mejor Santiago Abascal, que es más de ese estilo camorrista y faltón. Herrarte hizo las veces de telonera del matonismo, anticipando la persecución que se estaba preparando en la Cámara Baja. Fue Carla Toscano, de Vox, la que continuó con el despiadado linchamiento moral de la ministra al reprocharle sus ataques a los jueces y escupir sin ningún pudor que el único mérito en la vida de la titular de Igualdad ha sido “haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”.

Este aquelarre machista supera todas las líneas rojas del decoro parlamentario, y no solo eso, sino que es una bomba adosada en los pilares mismos del sistema democrático. Instaurar lo miserable, lo ruin, la mugre y lo peor del ser humano como forma de hacer política constituye el primer paso para devolvernos a la jungla (donde sobrevive el más violento y agresivo) y terminar de una vez por todas con las reglas del juego democrático. Ahí es donde quiere acabar la extrema derecha voxista.

Llegados a este punto, el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, debería plantearse muy seriamente sus pactos con gente por civilizar. Hace un par de días, durante su cara a cara con Sánchez y a propósito de la excarcelación de violadores tras la aplicación de la ley del “solo sí es sí”, el político gallego se jactaba de defender los derechos de las mujeres con más eficacia que la izquierda. Ahora tiene una buena oportunidad para reprobar las deleznables formas de sus socios de Gobierno y dejar claro que el machismo, en cualquiera de sus formas, no tiene cabida en el Parlamento, que no es una taberna maloliente como pretenden los diputados de Vox, sino el sagrado templo de la democracia, de los valores humanos y del buen comportamiento en sociedad.

Ha llegado la hora de que Feijóo se moje y diga si está con los demócratas de verdad o con los legionarios de la testosterona que pretenden tomar el poder mediante el acoso, la violencia verbal y el gansterismo dialéctico. En esa línea, es de agradecer la actitud ejemplar que en este triste episodio ha mantenido Edmundo Bal, portavoz parlamentario de Ciudadanos, que ha considerado “absolutamente lamentable” que su compañera de partido, Herrarte, se haya despachado contra la ministra Montero con semejantes “barbaridades”. Esa es la senda a seguir y Feijóo debería de tomarla ya mismo. No lo hará, y no porque no le asquee el show patriarcal montado ayer por la extrema derecha, sino porque no puede quedar como un blandengue timorato ante Isabel Díaz Ayuso y ante la caverna mediática que estos días le exige más vehemencia e implacabilidad con Pedro Sánchez.

Mucho nos tememos que la lapidación talibana contra Montero no haya hecho más que comenzar. Las elecciones se acercan y Vox sigue pinchando en hueso en las encuestas. Hoy mismo, otro integrista del machirulismo recalcitrante como Onofre Miralles, diputado de la formación de Abascal, ha soltado sin despeinarse que “somos superiores moralmente y al zurderío se le combate de cara”. El odio ha terminado por hacerles perder el juicio. Si han llegado a un punto en que se han convencido ellos mismos de que denigrar a una persona y apalearla retóricamente supone un ejercicio de superioridad y ética elevada, es que están peor de lo que pensábamos y necesitan un diván con urgencia. Más allá de ideologías, más allá de que se esté o no de acuerdo con todo lo que diga o haga Montero, las gentes de bien deben posicionarse a su lado frente a las dentelladas de las alimañas. Lo ha dicho muy bien la señora ministra: “Las feministas y las demócratas somos más. Les vamos a parar los pies a esta panda de fascistas con más derechos”. Así sea.

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