viernes, 3mayo, 2024
21.3 C
Seville

Mundo perdido: El sereno tremendismo de Tatsumi

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
- Publicidad -

análisis

- Publicidad -

Según postula el crítico (y psiquiatra) nipón Saitō Tamaki, una de las peculiaridades del manga contemporáneo de consumo de masas es que sus historias nos remiten a un plano totalmente desvinculado de la realidad, en el que la ficción desarrolla una existencia autónoma que nada tiene que ver con nuestras vidas, con referencias o patrones de comportamiento de nuestro mundo. Ya se trate de shōnen, shōjo o seinen, de isekai, yuri o yaoi, todos los subgéneros encarnan al cabo el paradigma de la evasión pura, la invitación al lector a convertirse en voyeur de un mundo altamente convencionalizado y completamente ajeno. Pues bien, lo creáis o no, hubo un tiempo en que buena parte del cómic japonés tomaba otro derrotero radicalmente opuesto. Allá por los años sesenta, un puñado de mangakas disidentes se negaron a seguir dibujando fantasías frusleras para el niño y la niña; buscando un público adulto, crítico y tan desencantado de la vida moderna como ellos mismos, se propusieron retratar la realidad social de su tiempo con la crudeza de un Zola. Para desmarcarse del mainstream incluso en el nombre, dijeron que ellos no dibujaban manga (“imágenes caprichosas”), como Tezuka y familia, sino gekiga (“imágenes dramáticas”). El cabecilla de aquel grupúsculo subversivo era Yoshihiro Tatsumi, del que la editorial Satori acaba de sacar una recopilación de historias breves, publicadas en Japón a finales de la década de los sesenta, bajo el título de Mundo perdido.

No os dejéis engañar por el título: Mundo perdido no tiene nada que ver con los dinosaurios de Arthur Conan Doyle, sino con los desheredados que pasean su desgarradora soledad entre las multitudes de la ciudad moderna: un submundo de personajes que no son perdedores simplemente porque hayan perdido su oportunidad de ser ciudadanos respetables (si es que alguna vez la tuvieron), sino sobre todo porque han perdido la esperanza por el camino y, seguramente, también la humanidad. El paisaje urbano retratado en estos cuentos demoledores es tan sórdido que su realismo se pasa de rosca unas cuantas vueltas. Tatsumi se recrea en el subsuelo de la ciudad, un microcosmos hiperbólicamente inmundo de chabolas y vertederos, de alcantarillas rebosantes de ratas y de fetos muertos, símbolos recurrentes de la vida truncada. Sus personajes, víctimas de su entorno hostil y de sus bajas pasiones, arrastran una vida miserable: son típicamente hombres taciturnos de mirada vacía que, cuando no están en el paro, pierden sus días en trabajos deprimentes: el pocero, el sicario, el proxeneta, el operario alienado en la cadena de montaje, el encargado de desinfectar los auriculares de los teléfonos (¡!), o el empleado de la morgue que se dedica a recuperar con una pértiga los cadáveres que flotan en una piscina de formaldehído (¿existiría realmente ese trabajo?). Tampoco faltan prostitutas, tullidos y deficientes, ni tampoco sociópatas, necrófilos y monomaníacos de todo pelaje. ¿Queríais realidad social? ¡Pues tomad dos tazas!

Con semejante ración de sordidez, no es extraño que en los años de la Movida la obra de Tatsumi llamara la atención a los inquietos editores de El Víbora, que a la sazón se mantenían ojo avizor escrutando el panorama internacional del cómic; ni cortos ni perezosos, se pusieron en contacto con el mangaka, tradujeron unas cuantas de sus historias al castellano y fueron sacándolas en la revista, donde compartieron páginas con el Anarcoma de Nazario, el Peter Pank de Max y las gamberradas de Gallardo y Mediavilla. Así pues, mucho antes del boom de Akira en los noventa y muchísimo antes de la fiebre Dragon Ball, las historietas de Tatsumi que desde el año 1980 fueron saliendo en El Víbora están entre los primeros cómics japoneses publicados en nuestro país (el primero, según cuentan, fue una biografía de Mao Tse Tung en viñetas, publicada en 1979 por Grijalbo y firmada nada menos que por Fujiko Fujio… ¡sí, sí, los de Doraemon!). Esto no es extraño, pues en realidad la sensibilidad de Tatsumi es muy cercana al tremendismo ibérico del primer Bigas Luna, el de Caniche y Bilbao; las sombras del alma humana en que se recrea comparten registro con la España de crónica negra, con el Duelo a garrotazos de Goya, con los truculentos titulares de El caso.

Los aficionados al cómic japonés de los sesenta (llamadlo manga, gekiga o como os dé la realísima gana) estamos últimamente de enhorabuena, porque hay editoriales con criterio que se están dedicando a desenterrar lo más granado del underground de la época y publicarlo en nuestro país con el cariño que merece. Hace un par de semanas reseñaba Flores rojas, de Yoshiharu Tsuge (publicado por Gallo Nero), que se puede considerar el complemento perfecto al Mundo perdido de Tatsumi. Ambos tomos son recopilaciones de historias cortas, publicadas casi de forma simultánea en las revistas contraculturales del Japón de la época: las de Tsuge en Garo entre 1966-1968, las de Tatsumi en Gekiga Young entre 1967 y 1970 (y una de ellas, La bifurcación, también en Garo). Ambas series recogen sendas visiones personales sobre el Japón de su tiempo, pero mientras los relatos que componen Flores rojas retratan un mundo rural en vías de extinción, los de Mundo perdido muestran la otra cara de la moneda: los horrores cotidianos de unas ciudades hipertróficamente desarrolladas, donde ya la vida ni es ni puede ser a la medida del hombre. Aun así, las narrativas de Tsuge y Tatsumi tienen numerosos puntos de intersección: una de las historias de Mundo perdido, El chulo, se lee como una reinterpretación de Chiiko de Tsuge, publicada en Garo dos años antes (es decir, que Tatsumi la había leído, sin lugar a dudas). Ambas son historias tan contundentes como poéticas, ricas en símbolos y subtexto. En ambas, el protagonista es un parado que languidece en casa de su pareja, una mujer de mala vida (prostituta o camarera con derecho a roce); en ambas, el sueño de libertad, ideal inalcanzable para las víctimas de la urbe, aparece simbolizado por un pajarito enjaulado, cuyas vicisitudes dentro y fuera de la jaula ocupan el centro de la narración.

Decía Cortázar que la novela gana por puntos, mientras que el cuento gana por K.O.: esta fórmula le viene como un guante a Tatsumi, que en Mundo perdido luce su maestría del formato breve. Cada historia es un derechazo despiadado, directo al estómago del lector. Sintético en la narración y en el dibujo, crudo por exceso, Tatsumi no escribe obras de evasión, sino de invasión. O de revulsión. Es el testimonio de lo que el cómic japonés fue una vez y luego dejó de ser, devorado por los engranajes de la industria cultural.

- Publicidad -
- Publicidad -

Relacionadas

- Publicidad -
- Publicidad -

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre

- Publicidad -
- Publicidad -
Advertisement
- Publicidad -

últimos artículos

- Publicidad -
- Publicidad -

lo + leído

- Publicidad -

lo + leído