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Privatizadores de guardia

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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Me dedico al libre ejercicio de la abogacía. Trabajo por cuenta propia en un despacho de abogados cerca de Atocha, icónico lugar para la abogacía madrileña y española por las razones que todos recordamos, y, en especial, por aquel cruento baño de sangre acaecido en 1977, el atentado contra los abogados laboralistas del PCE y de CCOO.

Soy también abogado de oficio.

Los abogados de oficio son personas que trabajan por emolumentos de miseria. Esto no es una opinión. Es un hecho contrastable. No son pocos los testimonios ni los crudos datos, aunque no copen portadas de periódico estas minucias, nunca mejor dicho. Ni titulares en esta campaña electoral. No culpo a los candidatos, entretenidos como están en rebajar el nivel del debate público hasta el fango más espeso. Sea como fuere, la función que desempeñan los abogados – también, y quizás de forma especial, los de oficio – aparece referenciada en la propia Constitución Española, en relación al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, recogido en el artículo 24 de nuestra Carta Magna, y en el que se encuadra el derecho de defensa. Sin derecho de defensa, perdonen la obviedad, no hay Estado de derecho. Llama la atención, a primera vista, el contraste: un derecho fundamental de todos los ciudadanos se encuentra con el chocante escollo de que los profesionales encargados de defender a los desheredados, a los más desfavorecidos de la sociedad, al eslabón más débil, reciban retribuciones ínfimas. Alguna vez alguien acuñó la escalofriante pero exacta expresión: “la pobreza bajo el traje”.

¿Casualidad, descuido tal vez, o planificación? El maltrato generalizado a la asistencia jurídica gratuita no responde al orden espontáneo de las cosas, nos perdonará Hayek. Responde a un diseño perfectamente delimitado y, por tanto, a una planificación – planificación, sí, ¡quien se lo iba a decir al liberalismo! – que no es inocente. Se encuadra en una serie de políticas de profundo calado e idéntica matriz ideológica: las políticas diseñadas para degradar, abrupta o veladamente, lo público. Es verdad que, en ocasiones, los proyectos de privatización o externalización se ponen encima de la mesa de manera indisimulada, sin maquillajes dulcificadores. Otros asuntos son más espinosos y requieren cierta ingeniería ideológica y social para que vayan calando en la sociedad y los ciudadanos asuman, píldora a píldora, los acontecimientos como profecías autocumplidas.

Así ocurre con las diferentes atribuciones del Estado social. Principalmente con ellas, pero no solo, tal y como vemos con el ejemplo que vertebra este artículo. El derecho de defensa no es un pilar del Estado social, sino una de las arterias centrales del Estado de derecho. El pensamiento hegemónico, ahora que algunos de manera bastante risible sacan a pasear la supuesta preeminencia de un marxismo cultural, es el pensamiento neoliberal. Desde los años ochenta del siglo pasado, esa hegemonía política y cultural es indiscutible. La propia izquierda se ha dedicado con frecuencia a las identidades fragmentarias, olvidándose de la clase social y de las desigualdades socioeconómicas. A veces incluso ha servido con munición ajena y ha enfilado también contra lo público, loando los supuestos méritos de un capitalismo financiero que ha agravado injustamente la brecha entre las rentas del trabajo y las rentas del capital. Enfilar contra lo público en el cuerpo del Estado social se presenta como el nudo gordiano de las querencias neoliberales. El blanco propicio. Enfilar contra un cimiento del Estado de derecho resulta, en cambio, más difícil de formular y más difícil de presentar. Obligaría a explicar a los ciudadanos las graves tensiones históricas existentes entre liberalismo y democracia, aunque ese es otro debate. Pero, ciertamente, también en el ámbito del derecho de defensa aparece la contradicción socioeconómica, inherente a cualquier sociedad política. La ruptura siempre está en la renta. Y a consecuencia de la renta, aparece la discriminación. Derechos formales con eminentes obstáculos para su concreción material. A nadie se le ocurriría sostener que los pobres no deben tener derecho a asistencia jurídica gratuita – solo, tal vez, a los más lunáticos del lugar. Pero hay fórmulas indirectas de trabajar al servicio de esa oscura idea.

Pagar míseras dádivas a los abogados de oficio encierra un mensaje ulterior, de interés para el conjunto de la sociedad, que es lo importante, más allá de lo meramente sectorial o gremial. Un mensaje que entronca con la hegemonía neoliberal dominante: la igualdad de oportunidades puede ser un meme, una frase hecha, pero, a la hora de la verdad, nunca llega a convertirse en una realidad. Si los profesionales encargados de defender a los desposeídos son forzados a un ejercicio de malabarismo económico, solo se dedicarán a la materia bien los que no obtienen suficientes recursos económicos para sobrevivir a través de sus clientes privados – deslizándose ab initio la injusta idea de que son abogados malos –, bien personas con una extraordinaria vocación de servicio público, a prueba de bombas. La vocación de servicio público que no entra dentro de los parámetros estándar de un ciudadano corriente. Una vez más, la normalidad se transmuta en una suerte de anómala heroicidad.

Mal haríamos en descontextualizar este particular de un panorama general en el que, de una manera u otra, va trasladándose a la sociedad la idea casi incontrovertible de que lo público es ineficaz, ineficiente, perezoso… y debe, por tanto, adquirir definitivamente el papel subsidiario que le tiene reservada la planificación hegemónica. El papel de un reducto de segunda categoría, con nulo atractivo para los que han hecho fortuna, han triunfado en la vida, o han tenido simplemente al azar y a la familia adecuada de su lado.

Una vez que estos servicios públicos sean degradados de forma directa o mediante la más sutil estrategia, pero igualmente perceptible, consistente en la depauperación de los profesionales que los sostienen, se podrá colegir sin ulteriores requiebros dialécticos la imperiosa necesidad de aplicar las clásicas recetas neoliberales: mejor que el Estado no provea esto ni aquello. Preferiblemente que se encargue de todo el mercado (aquí un arbitraje eficazmente suministrado por una gran consultora privada; allí un sistema de capitalización de pensiones para incentivar el ahorro), siempre más ágil, más eficaz, más y mejor autorregulado, según la dominante fantasía. Fantasía que, como prueban los tozudos hechos, sabemos es falsa: ahí está la última crisis económica y financiera internacional, labrada en la tan ideológica “captura del regulador público” y en la preponderancia de los mercados desregulados.

Mal haríamos, digo, en leer la situación de los abogados de oficio de forma fragmentaria o sectorial. No se trata de sacar la escuadra y el cartabón identitarios o grupales para fragmentar los análisis y las luchas. Se trata más bien de saber leer los ejemplos que la praxis ofrece e incorporarlos a una visión de conjunto, que no se olvide de ese imprescindible prisma transformador que casa mal con las querencias particularistas. Se trata, en definitiva, de visualizar la generalizada situación de precariedad laboral y las trampas del populismo fiscal imperante -¡bajemos los impuestos (más progresivos) sin explicar las consecuencias que estas bajadas acarrearán!-, mientras que de forma silenciosa pero implacable se va erosionando el Estado en toda su integridad.

No lo permitamos.

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