En tiempos de pandemia y destrucción el arte y la belleza se han puesto de luto: ha muerto Luis Eduardo Aute. Y decir que Aute ha fallecido, es decir que han muerto muchas cosas: una cosmovisión de la música, del arte, del sentir, de una sensibilidad particular e inconformista, desasosegante, a la vez que placentera. Porque el arte, el buen arte, es ante todo singularidad y complejidad. Así una canción suya, un cuadro, un poema, una película, son reconociblemente suyos, pertenecen a un “mundo autista”, donde hay emotividad, pero es una emotividad lucida e intelectual, en el buen sentido del termino. Y eso son muy pocos los que lo consiguen, más aún cuando eso lo comparten un importante número de personas, más aún cuando tu país no es un campo propicio para ese tipo de arte. Porque Luis Eduardo Aute no tenía una voz potente, sino más bien sedosa, un murmullo con melodía que recitaba, que iba del lamento del amor negro de Al Alba, a la tristeza deslumbrada de La belleza, a la vital de Una de dos, a la ironía del desamor de Pasaba por aquí…. Y es que para hablar de cosas así, para hacer poesía de la vida, la potencia estorba, por eso Aute, era un refugio frente al ruido; y aunque ya no este, lo seguirá siendo.
En una de sus obras ya en su época más madura, la película de animación Un perro llamado dolor, realizada con un estilo artesanal, vamos viendo una sucesión de dibujos en blanco y negro que representan una síntesis de la obra autista: la búsqueda, el erotismo, la destrucción, el amor, la lucha, la soledad, la incomunicación… y el arte como forma comunicativa sublime y profunda.
He visto varias veces actuar a Luis Eduardo Aute, he escuchado sus canciones miles de veces en diferentes estados de ánimo, he vibrado emocionalmente, he visto sus cuadros y películas, hasta el punto de que uno puede considerarse parte de ese mundo autista, y en estos momentos, poblados de incertidumbres, (a las que él cantó) de su más conocida canción, suena en mis oídos: “… presiento que tras la noche, vendrá la noche más larga.”